JUAN MARÍA SEGURA

De bicicletero a bicicletero

Por Juan María Segura


De niño tuve la suerte de vivir una vida muy feliz, al aire libre y rodeado de verde y de buena gente. La casa antigua en donde reuní gran parte de mis vivencias y recuerdos de niñez, en Bella Vista, me permitía (y animada) a andar en bicicleta de aquí para allá: al colegio, al club en donde practicaba rugby, a las casas de mis amigos. Todo, prácticamente todo era vehiculizado gracias a mi bici, mi aliada más fiel y noble. Subirme a ella significaba aventurarme en una nueva ocasión de juego, en una nueva oportunidad de aprendizaje, competencia o celebración, o simplemente significaba salir a dejar que el viento pegara en mi cara mientras jugada a ser niño, ¡el mejor de los juegos!

De tan importante que era la bici en mi vida, aprendí todo sobre su funcionamiento básico y sobre los primeros auxilios que debía propiciarle para que no me deje en el camino. Con los años, y sintiendo que ese aprendizaje me acreditaba cierto dominio del tema, decidí poner en la casa de mis padres una bicicletería básica, que solo ofrecía emparchado de ruedas. Con un letrero simple que rezaba ‘Emparcho bicicletas’, comencé mi oficio de bicicletero.

Si bien el emprendimiento duró lo que duran muchas de las cosas que uno inicia a esa edad, el vínculo con la bici se mantuvo a lo largo de mi vida, entre veranos, amigos, pedaleadas con mis hermanos hasta San Nicolás y viajes al extranjero. Las bicis de mis hijos son, en alguna medida, una conexión cultural, histórica e intergeneracional entre esos días de niñez y libertad en Bella Vista, y mi vida actual, también llena de verde, alegrías y personas sanas.

¿A qué viene toda esta lata? Le cuento.

La semana pasada llevé a reparar la bici de mi hijo menor. Al llegar al lugar, el bicicletero, un joven sumamente trabajador y sonriente, se me acercó con confianza y me dijo: ‘Juan Segura, ¡tu libro me cambió la vida!’. Mi sorpresa fue grande, no tanto por dudar de la calidad del libro de mi autoría (los que escribimos siempre pensamos que nuestras líneas son geniales…), que había obsequiado al bicicletero meses atrás, sino por su comentario tan enfático. ‘Yo no soy de leer libros’, me confesó con vergüenza, ‘pero comencé con el tuyo y me gustó tanto que no paré hasta el final. Y quedé tan entusiasmado, que me propuse terminar la escuela secundaria. Yo nunca había terminado el cole, ¿sabés? Pero ahora me inscribí en un instituto para recibirme, y cuando termine seguro vaya a la universidad. Mi hija de 15 años está ahora leyendo el libro, así que estamos todos muy agradecidos’.

Nunca me propuse cambiarle la vida a nadie al publicar “Yo Qué Sé (#YQS), la educación argentina en la encrucijada’. Pero siempre supuse que un estilo de redacción llano, un lenguaje sencillo y una estrategia testimonial de construcción del mensaje podía hacer más comprensible la problemática educativa, aumentando su influencia y alcance.

La innovación educativa, sostengo habitualmente, no consiste en fierros y softwares, sino en buscar soluciones novedosas para lograr resultados que no se obtienen de otra manera. Adaptar el lenguaje y adoptar un estilo de redacción que logre llevar una problemática a públicos ajenos al debate más ‘académico’, es novedoso en sí mismo.

El testimonio de este joven bicicletero, a quien me une un pasado y una historia que él no llega a dimensionar, me llenó de alegría y entusiasmo. Sus ojos brillantes y esperanzados me animan a seguir creyendo, a continuar con el trabajo de bregar por mi causa, por una verdadera revolución educativa. La innovación en educación, cada vez me convenzo más, está al alcance de nuestras manos, a escasos metros de nuestro propio hogar, inclusive en las huellas que traemos en bici desde nuestra infancia.

Esta vivencia quedará imborrablemente fijada en mi memoria.

Innovar no es abandonar todos nuestros orígenes, recuerdos e historias, sino solo resignificarlas y ponerlas a disposición de un nuevo tiempo.