JUAN MARÍA SEGURA

Las universidades que NO necesitamos

Por Juan María Segura


Como era de suponer, la polvareda desatada en Dubai la semana pasada en el Global Education & Skills Forum, adecuadamente llevada a los medios por el testimonio certero y crudo de Luciana Vázquez, tuvo su momento de furia estos días en Argentina. Bajo el provocador título de “Educación, ¿vale la pena ir a la universidad?”, detractores y defensores se lanzaron al cuadrilátero por unas horas, aferrándose al debate con argumentos de dudosa fundamentación.

Desde hace muchos años, no solo en Argentina sino en todo el mundo, los empleadores se encuentran enviando señales y mensajes claros hacia el mundo de la educación formal: las organizaciones modernas y competitivas del siglo XXI requieren competencias, conductas y formas de generación de valor que los graduados universitarios no logran llevar en su caja de herramientas a estrenar ni bien salen de la universidad. Dicho más sencillo, lo que los chicos aprenden a lo largo de toda una carrera universitaria no resulta aplicable o relevante para lo que las compañías necesitan.

El trayecto histórico de las universidades comienza muchos siglos atrás. Sin embargo, y a pesar de la enorme transformación que la sociedad ha vivido, su mandato y forma general de organización en poco se ha adaptado al mundo del trabajo de esta época, tanto en su normativa como en su diseño y organización interna. En su gran mayoría, las universidades continúan dedicadas a realizar una “transferencia de conocimiento”, presentando al mismo en forma secuencial, fraccionado y descontextualizado, valiéndose de metodologías de evaluación estandarizadas y rígidas. Gracias a este sistema, los graduados logran obtener títulos, pero no logran aterrizar al terreno práctico formas de comprensión funcionales a las necesidades de quienes requieren contratar talentos y capacidades específicas.

En 1998 la consultora McKinsey & Co publicó un provocador documento titulado “la guerra por el talento”, advirtiendo que el mundo del trabajo estaba comenzando a experimentar dificultades para encontrar competencias y capacidad de comprensión en los graduados universitarios. Hace 3 años, otra importante consultora mencionó que, a la hora de contratar empleados, ya no tenían en cuentan si los candidatos poseían un título universitario, sino que tenían en cuenta otros criterios: capacidad de razonamiento, autogobierno, manejarse bien con la ambigüedad, trabajar en equipo, comunicar asertivamente, adaptabilidad, entre otros. En el medio, el mundo se puso online, las redes sociales explotaron, 2.000 millones de teléfonos inteligentes llegaron a nuestros bolsillos con millones de libros pasados a formato digital y puestos al alcance de un clic, y los seres humanos entramos en diálogo con las mismas fuentes de emisión de información que antes solo podía ser administrada y regulada por los profesionales de la educación superior. No es raro, entonces, el colapso, y tampoco la incomodidad de la discusión.

Hablar de irrelevante es, verdaderamente, el punto desde el cual es preciso enfrentar este problema de escala. Las universidades o cualquier organización creada por el hombre solo son relevantes o funcionales si quienes invierten tiempo en ellas encuentran, al final del camino, la recompensa esperada. Si las universidades no cumplen su promesa de dotar a los graduados de las herramientas necesarias para lograr su primer empleo y, a continuación, a progresar en aquello en lo cual ponen empeño, entonces es sensato el reclamo de la relevancia. El mundo de la cultura digital reclama, a gritos, trabajadores que estén a la altura del desafío. Matando al mensajero, sea un empresario que alza la voz con el reclamo, un experto que se para frente a una audiencia a denunciar el desacople, o una periodista que comparte su testimonio, no cerrará la brecha. En vez de matar al mensajero, comprendamos la gravedad del problema, y obremos en consecuencia.

Ya he mencionado antes que el mundo no necesita ingenieros sino mentes ingenieriles. ¿Por qué la distinción? Porque el ingeniero es el poseedor de un título con el sello del mundo industrial, mientras que la mente ingenieril está habilitada para pensar holísticamente diferentes problemas, sean conocidos o no, sean actuales o futuros, sean monocausales o multidisciplinarios. Este problema no se salva flexibilizando el curriculum o metiendo música en la carrera de derecho. Es mucho más profundo. Es preciso abandonar la idea de que una universidad es mejor cuando los docentes despliegan mejores tácticas de enseñanza y se muestren más amigables, y abordar con rigurosidad un abordaje más científico del aprendizaje. Esa es la verdadera tensión: técnicas de la enseñanza vs ciencia de aprendizaje en un mundo de libre acceso a la información.

Al finalizar un evento el mes pasado en Colombia, luego de presentar la propuesta de trabajo de la Universidad Minerva, un grupo de directoras me cercó para preguntarme cuál era la línea pedagógica que esa universidad alentaba, si conductismo, constructivismo, ambas, otra, etc. Lo que buscaban, a mi juicio, era un punto reconocido por ellas para hacer pie conceptualmente. Mi respuesta fue: la ciencia del aprendizaje. Minerva fundamenta el diseño de sus programas y materias en evidencias científicas del funcionamiento del cerebro recolectadas por el decano fundador durante 30 años de investigación. Los alumnos deben desarrollar hábitos de pensamiento, y luego llevarlos al terreno de juego que ellos elijan. Mi respuesta dejó a las docentes algo desconcertadas, y a mí me confirmó la complejidad de la transformación que debe operar dentro del sistema para lograr readecuarlo a escala a una nueva mirada y abordaje práctico.

Mientras ese nuevo abordaje no emerja, que no nos sorprenda que unos reclamen que las universidades hoy generan más frustración que formación relevante, y que otros voten con los pies y decidan obviar este paso que años atrás resultaba mandatorio. Y mientras resolvamos esta disputa, no matemos al mensajero.