JUAN MARÍA SEGURA

Nota 3 de 3: Un misterio a resolver… (en educación)

Por Juan María Segura


Si procesó bien lo presentado antes, estará de acuerdo conmigo ahora en un punto clave: no estamos frente a ningún conflicto o problema de una naturaleza o complejidad tal que no podamos resolver. No son el clima extremo, ni los conflictos étnicos, ni las guerras religiosas, ni la superpoblación, ni los rastros de una dolorosa y reciente guerra, ni siquiera la propia calidad y capacidad de nuestros propios conciudadanos los que nos planean un desafío insalvable. No pasa por allí, afortunadamente, sino que estamos frente a un desafío más bien local, doméstico, autogenerado y de calidad eminentemente técnico-organizativa. No es más complejo que eso, y no es ajeno a nuestra propia capacidad de organización como colectivo y como sociedad. Por lo tanto, no parecería que estamos frente a un misterio como tal por su propia naturaleza intrínseca, sino que lo misterioso en este caso parece ser nuestra actitud o incapacidad para resolver un problema que nosotros hemos creado, y que nosotros podemos resolver. Por lo tanto, lo misterioso de este asunto no es el propio asunto, sino nuestra actitud de parsimonia, incapacidad sin culpa o falta de voluntad o incentivos para actuar.

Es imperioso actuar antes que sea demasiado tarde. ¿Se puede aplicar en este asunto y debate el concepto de ‘demasiado tarde’? Bueno, siempre se puede aplicar el concepto, aun cuando no sea una fecha, cifra o principio exacto. Así como los pueblos se vuelven virtuosos en forma gradual, y la educación formal juega un papel protagónico en dicho proceso, el mismo proceso ocurre en la pendiente descendiente de la brutalidad e ignorancia. Cuando los sistemas educativos pierden protagonismo, adhesión o calidad, abandonan ese lugar aspiracional desde el cual la sociedad los cultiva. Así, abandonados a su suerte, ambos, sistema educativo y sociedad, se vuelven viciosos por igual, compañeros de desventuras, socios en su proceso de degradación. Demasiado tarde, en este sentido, es el punto en el cual ese proceso se hace irreversible, o bien la tarea de darlo vuelta requiere o demanda tanto esfuerzo, que resulta prácticamente imposible de plantear. Debemos actuar antes de que sea demasiado tarde, y para ello sugiero trabajar en las siguientes líneas de acción.

En primer lugar, resolveremos este misterio si acercamos el decir al hacer. Como buenos descendientes de los españoles, somos herederos de la tertulia. Y como buenos descendientes de los italianos también, nos anima reunirnos alrededor de una mesa para discutir a los gritos mientras disfrutamos de un buen plato de comida. Sea en la mesa de un bar, alrededor de un asado o en una ronda de mate, disfrutamos encontrarnos para discutir e intercambiar opiniones. Lo solemos hacer con más apasionamiento y vehemencia que con buenos argumentos o conocimiento. Nos encanta discutir, y cuando lo hacemos ¡parecemos expertos! Hablamos de política como si fuésemos cientistas políticos, de fútbol como si hubiésemos completado un curso de formación como directores técnicos, de economía como si tuviésemos un doctorado, de seguridad pública como si fuésemos comisarios, de medicina como si fuésemos doctores, y así con todo. Somos una suerte de liga de charlatanes profesionales, por herencia cultural pero principalmente por vocación.

Nos encanta hablar de todo y llenar los encuentros sociales con debates y disputas apasionadas de argumentos de calidad e información despareja. Nos encanta decir, exponer y ser escuchados, aunque no tenemos la misma vocación para escuchar y ser contrargumentados. Aceptamos la dialéctica a medias, si entendemos a esta como la teoría y técnica retórica de dialogar y discutir para descubrir la verdad mediante la exposición y confrontación de razonamientos y argumentaciones. No nos interesa tanto iluminar la verdad a través de la confrontación de argumentos, sino mas bien pulsear a través de puestas en escena de argumentaciones bañadas de estados de ánimo.

Si nos interesa resolver el misterio que plantea este libro, debemos abandonar esta actitud infantil y embrutecedora, y volcarnos más hacia el hacer. Así, el llamado de Ortega y Gasset se vuelve tan actual como crucial: ‘¡Argentinos! ¡A las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal’. Abrir el pecho a cosas, de eso trata acercar el decir al hacer. En lenguaje más nuestro diríamos arremangarse. ¡Basta de piripipí, y vamos a embarrarnos de una vez por todas!

En segundo lugar, resolveremos este misterio desglosando a los problemas mayores en problemas de menor jerarquía y complejidad. Si pensamos que los hombres en algún momento de su historia, sin herramientas ni infraestructura de ningún tipo, se las arreglaron para lidiar con los dinosaurios, las inclemencias del clima y la ausencia de provisión regular de alimentos o medicina, por mencionar alguno de los problemas complejos que debieron sortear, entonces aceptaremos que casi siempre existen formas de enfrentar las grandes complejidades que nos desafían. Mencioné antes que el sistema educativo es un entramado de leyes, normas, jurisdicciones, prácticas y rutinas de lo más diversas, pero nunca será un meta-sistema u organismo que presente más complejidades y amenazas que un T-Rex, así que no encuentro razón alguna por la cual no podamos abordarlo y domesticarlo. Las herencias culturales también deben ser domesticadas y puestas a disposición de los problemas de la época.

Reducir la meta-complejidad del sistema educativo en problemas de menor jerarquía y dimensión es acercar a cada uno de nosotros a aquella parte del asunto en la cual podemos operar, en la cual se pueden observar resultados e impactos atribuibles a nuestra intervención. Acercar el asunto en juego a dimensiones manipulables consiste en abrir la posibilidad no solo de incidir, sino principalmente de aprender. Un padre o madre no tiene ninguna necesidad de conocer los lineamientos pedagógicos de las últimas resoluciones del Consejo Federal de Educación, y así y todo puede ‘operar’ sobre conductas y rutinas de sus hijos como ninguna resolución lo puede hacer. Los docentes también poseen incontables recursos y oportunidades de incidir en el proceso de enseñanza y aprendizaje de chicos y chicas dentro del aula, oportunidad que ni el político o pedagogo más encumbrado puede tener. En un sistema de cualquier naturaleza y condición, todos tenemos la posibilidad de operar una porción del mismo, y no deberíamos dejar pasar esa oportunidad. Haciéndolo, para nuestra sorpresa y gracias a nuestra concurrencia, estaremos entre todos domesticando al dinosaurio de turno. 

En tercer lugar, resolveremos este misterio comprendiendo y acordado las verdaderas restricciones que enfrentamos. ¿Qué nos limita verdaderamente? ¿De qué carecemos hoy, y probablemente en el mediano plazo? ¿Qué nos condiciona y restringe estructuralmente, más allá de los vaivenes de nuestras propias culturas y ciclotimias? Este es un ejercicio necesario, diría imprescindible, para saber en dónde volcar nuestra energía y capacidad creativa, y para evitar luchar contra los molinos de viento.

Existe una hermosa definición de optimismo ofrecida por el profesor David Isaacs, quién señala que es la  capacidad de distinguir, en primer lugar, lo que es positivo en sí mismo y las posibilidades de mejora que existen frente a una situación determinada y, a continuación, las dificultades y obstáculos que se oponen a dicha mejora. Esta definición, con la que encuentro gran afinidad, parte de un supuesto que difiere de la creencia popular que considera al optimista como a un idealista, batallador irracional o negador de la realidad. Contrariamente, Isaacs destaca que el optimista parte de un diagnóstico muy preciso del estado de cosas, entiende muy bien en dónde está parado y la complejidad de la situación que enfrenta. Sólo que, consciente y deliberadamente, identifica lo positivo y modificable, y allí concentra todas sus energías. El optimista reconoce las verdaderas restricciones y evita las batallas innecesarias. Sabe que en estas últimas no se construye, sabe que allí no se aprende, sabe que allí no se progresa. Identificar lo que nos condiciona o determina es un ejercicio necesario, pues nos obliga a aceptar cuestiones que tienen más que ver con nuestro carácter como sociedad y colectivo, que con nuestro estilo y circunstancias del momento. Dejo planteado este tema para que usted lo reflexione con tranquilidad.

En cuarto lugar, resolveremos este misterio identificando e involucrando a la comunidad verdaderamente interesada en el asunto. Sabemos que el tema nos interesa a cada uno de nosotros, y por eso nos encontramos a través de estos escritos y reflexiones. Encontramos sentido a muchas de las ideas y preocupaciones que aquí se comparten, y deseamos que algunas de las propuestas ofrecidas logren la adhesión de los propios responsables del sistema educativo argentino. Sin embargo, cuando uno eleva ligeramente la mirada, aún en su círculo personal íntimo, no necesariamente encuentra el mismo nivel de interés. Seres queridos cercanos, en muchos casos, tienen preocupaciones, sensibilidades y agendas diferentes. Lo mismo podemos notar muchas veces en nuestros círculos laborales, ¡aun cuando operemos dentro de la educación! Colegas con los que se tiene mucho en común, con los que se comparten largas jornadas de trabajo, posee una mirada más despreocupada o distante con respecto a los problemas que aquí planteamos, y a las acciones que desde allí se deberían despender.

Por lo tanto, es necesario salir a la búsqueda de otros. Esos otros que vibran como uno ante la problemática, que se preocupan de forma equivalente cuando se manosea el tema, que están pendientes de eventos y agendas que a uno desvelan, que se entristecen cuando los resultados de los aprendizajes andan mal y viceversa, que siguen a autores y leen escritos que uno siempre tiene en el radar, que saben que un buen maestro es una bendición, y que un mal maestro es una traición. Esos otros, a veces están cerca, pero callados, a veces están lejos, pero accesibles a través de las redes, a veces están en las redes, aunque convertibles en personas ‘reales’. Vivir y vibrar por la problemática educativa desde una comunidad de interés y de práctica posee otro sentido, genera otro sabor, produce una vivencia con mayor significado para quienes desean ocuparse del tema, aunque sea desde su pequeño lugar de práctica e injerencia. 

Finalmente, en quinto lugar, resolveremos este misterio si no perdemos la confianza en la educación como sistema habilitador. ¿Fue la educación argentina en algún momento de su historia una institución habilitante hacia el progreso y la movilidad social ascendente? ¡Por supuesto! Y no solo en nuestro país, sino en muchos otros también. La educación como articulación de políticas, instituciones, prácticas y rutinas, ha tenido un rol protagónico en la generación de alfabetización, integración social, instrucción para los oficios y preparación para la vida adulta y para el mundo del trabajo, de la investigación y de la docencia. La educación institucional en su forma de proceso de escolarización tuvo un gran impacto en nuestra querida Nación y en nuestro proyecto republicano, y no deberíamos dejar de confiar en ella como tal.

Claro que necesitamos otro diseño, otra combinación de recursos, otras leyes y normativas, otros aprendizajes, y demás. Pero cambiar de modelo no nos debería correr del deseo de seguir valiéndonos de un sistema como tal, pues sabemos que, cuando está bien diseñado, ¡funciona a escala!  Y los impactos educativos a escala cambian la vida a millones de personas, y cambian la fisionomía de una sociedad.

Abrazar la práctica educativa institucional que supone la existencia de un Estado proponiendo y favoreciendo la emergencia de novedosas y relevantes prácticas educativas, es probablemente el corolario más contundente que querría que dejen estas líneas y reflexiones. Personalmente creo que las buenas normativas, cuando capturan bien la época, están bien redactadas y no asfixian la iniciativa privada ni la libertad, generan marcos de trabajo útiles y ponen en movimiento procesos masivos transformadores, habilitando a las sociedades a renovar sus culturas y ADN. Renovemos también nosotros nuestro interés y compromiso por la educación que se imparte en nuestro territorio, y desde allí seamos luminaria para que otros hagan lo propio.