JUAN MARÍA SEGURA

Reformar el sistema educativo, ¿una utopía?

Por Juan María Segura


No está claro desde cuándo, pero hace rato que en la Argentina se habla de la necesidad de reformar la educación. Edificios escolares en mal estado, docentes mal pagos, currículas fuera de época, tasas de graduación y de abandono que nos sonrojan, gremialistas militantes, alumnos combativos, padres politizados, colegios depósito, desidia y abandono, violencia y connivencia, insensibilidad y desinterés, son jerga común, referencia habitual de un mundo de prácticas que parece cada vez más lejano, intocable e irreparable.

No está claro en qué momento el salario docente comenzó a perder poder adquisitivo, ni cuando las escuelas comenzaron a herrumbrarse, o los modales a perderse y el corazón de todos a endurecerse, pero de pronto todos lo vemos y percibimos con claridad, y reclamamos cambios. 

Tampoco está claro quién ni qué provocó el estado actual de cosas, pero se sabe que hoy los chicos aprenden poco y mal, y completan (o peor, ¡abandonan!) el sistema educativo mal preparados para la vida adulta. En ese sentido, las mediciones censales de aprendizajes generadas a partir de los Operativos Aprender de los años 2016 y 2017 han sido de gran ayuda, dándole forma concreta a lo que se intuía, pero no se lograba acordar con precisión.

Con problemas mejor delimitados, de la magnitud y dispersión territorial que ya conocemos, principalmente en las variables de calidad de aprendizajes, repitencia, abandono, ausentismo y disciplina escolar, el canto en favor de la reforma educativa resulta ensordecedor. Sin embargo, los planes reformistas son escasos. ¿Por qué? ¿Qué tiene el sistema educativo que lo vuelve tan inmune al cambio, tan sordo a tanto reclamo, tan ciego a tanta evidencia?

Dilucidar este acertijo no es tarea sencilla. Por ello, recomiendo ir unos pasos más atrás, con el fin de responder algunas preguntas más básicas pero centrales.

Primero, ¿a qué llamamos sistema educativo? ¿Cuáles son sus partes? Empecemos por lo obvio. El sistema educativo es un conjunto de instituciones diseñadas para proveer intencionadamente algún tipo de educación o formación en particular. Escuelas, institutos y universidades son instituciones referenciales, nadie dudaría de su pertenencia al sistema. Sin embargo, con otros instituciones, como por ejemplo las bibliotecas, no pasa lo mismo, no se las siente parte del sistema, a pesar de que algunas de ellas son instituciones centenarias pensadas para asistir a la escuela en su tarea educadora. ‘…La biblioteca complementa a la escuela y la vivifica, sirviendo como un auxiliar para el maestro y como un incentivo de curiosidad para el niño. Porque es la biblioteca de distrito la que pone en manos del habitante en las poblaciones lejanas, libros atrayentes y útiles, generalizando los conocimientos donde quiera que haya un hombre capaz de recibirlos…’, decía Sarmiento en 1870, antes de impulsar la creación de las Bibliotecas Populares en el país. Y si las bibliotecas, como lugar central desde donde se practicaba la lectura hace 150 años, eran parte del sistema, ¿no deberíam0s hoy hacer alguna consideración hacia los smartphones que nuestros hijos y alumnos utilizan todo el tiempo, inclusive dentro de la escuela? ¿O al menos a algunas de las aplicaciones que la nube ofrece al alcance de un click? ¿O ni que sea al menos a Wkipedia?

Si resulta difícil trazar la línea que encierra al conjunto de instituciones del sistema educativo, más difícil aún es delimitar cuáles son sus leyes y normativas, cuáles sus actores y habitantes, cuáles sus prácticas y tradiciones, cuáles sus tecnologías y convenciones culturales. Así, cuando hablamos de sistema, unos hacen referencia a una cosa, otros a otra, y la conversación continúa como si todos estuviésemos de acuerdo. Presencie esta discusión hace unos años entre ministros de educación, en donde unos atacaban al ‘sistema educativo’ por su rendimiento, sin mayores precisiones, mientras otros defendían a la escuela porque la sentía agredida. En síntesis, sabemos lo que es una institución, pero nos cuesta mucho delimitar lo que es el sistema.

En segundo lugar, ¿quién o quienes gobiernan el sistema educativo? ¿Quién es el responsable final del funcionamiento de este espacio movedizo y gelatinoso, de contornos variables? Todos, y nadie, como ocurre con la mayoría de los bienes públicos. Se le reclama mucho al ministro de educación, pero nada al ministro de cultura, y mucho menos al bibliotecario. Se presiona mucho a los integrantes del Consejo Federal de Educación, pero nada a las comisiones de educación de los parlamentos locales, y mucho menos a los curadores museológicos. Se le exige al director de la escuela por el funcionamiento de la calefacción y la vianda escolar, pero nada a los proveedores. Padres, madres y medios creen que el ‘sistema’ es responsabilidad de otros, y se convencen de que a ellos solo les toca reclamar y denunciar, sin importar las formas ni los medios utilizados. Las dirigentes gremiales creen que una parte del ‘sistema’ les pertenece, la de los derechos y del usufructo, mientras que los políticos creen que ese mismo ‘sistema’ es una bomba de tiempo con una relojería indescifrable que hay que lograr transferirle al siguiente perejil. El sistema educativo, de tan poco claro que es su contorno, es de todos y de nadie al mismo tiempo, es del Presidente y del alumno, al igual que la plaza de la vuelta de su esquina. Todas la usan, muchos la abusan y malgastan, a veces pasa alguien y la barre, a veces la ensucian, a veces la pintan, a veces tiene floreces, y otras veces caca de perro, y así va. Eso mismo es lo que pasa con el sistema educativo. De todos, y de nadie.

Por último, ¿cómo se evalúa el funcionamiento de esto sistema amorfo y sin dueños? Es imposible hacerlo sin antes realizar mayores precisiones. Pero aun delimitando mejor el territorio institucional (instituciones y normativas) y su gobernanza (habitantes y responsables), igual estaríamos en un territorio de disputa. Sabemos que los chicos aprenden poco y mal los exámenes estandarizados con los que los comparamos entre ellos y con otros alumnos de otros países. ¿Pero esto es lo único que medimos y evaluamos? ¿Acaso no hay más métricas y datos que nos deberían resultar interesantes de analizar? Si el sistema integra recursos y prácticas con el objetivo de suscitar aprendizajes, ¿acaso no se podrán obtener indicadores de uso referenciales que nos orienten la práctica, y que nos permitan vincular haceres institucionales, costos unitarios, beneficios diferenciales, sensibilizaciones y contextualizaciones, explicaciones multicausales, evaluaciones cualitativas, regresiones y predictores de conducta y rendimiento, y eficiencia y eficacia de las políticas públicas educativas, solo por mencionar algunas variables? ¿Acaso el debate del funcionamiento del sistema educativo no merece una complejidad de análisis aún mayor, una comprensión más profunda de la forma en la cual sus variables y recursos interactúan entre sí?

Hablar a la ligera de la reforma del sistema educativo es otra de las trampas discursivas en las cuales es fácil caer. Es una invitación inocente a perderse en un laberinto complejo de actores, prácticas y estados de ánimo, desde donde proponer se vuelve impreciso, y reformar se hace impracticable.

 Si deseamos reformar, entonces primero definamos al ‘monstruo’ y luego imaginemos cómo nos gustaría que luzca. Es un proceso más lento y complejo, pero garantizaría que finalmente avancemos.