JUAN MARÍA SEGURA

Educación y futuro

Por Juan María Segura


El año 2020 irrumpió como un rayo en una noche estrellada. Nadie imaginó que aquellas noticias lejanas de la ciudad de Wuhan finalmente lo alterarían todo. En nuestro país, en los primeros días de marzo se registraron el primer contagiado y la primera víctima fatal de Covid19, y solo unos días más tarde se declaró una cuarentena en donde todos fuimos confinados en nuestros hogares. Para fines de marzo, ya había más de 100 países con cuarentenas declaradas, y más de 1.000 millones de alumnos escolares en sus hogares. Unos meses más tarde, la cifra de alumnos alcanzaría los 1.500 millones, según UNESCO. 

El sistema educativo de ningún país del mundo estaba preparado para semejante giro de los acontecimientos, y menos aún una vez que el año escolar ya había comenzado a rodar. El plan era otro, y rápidamente debió ser abortado. Todos los sistemas debieron adaptarse sobre la marcha, sin herramientas, ni una hoja de ruta clara. Repentinamente, todo un aparataje aceitado de instrumentos e intervenciones diseñadas para la presencialidad, se mostró como mínimo ineficaz para estimular y acompañar a un alumnado más escurridizo, más distante, más mediado por pantallas, más frío e impersonal. Finalmente, toda la batería de recursos digitales alojados en la nube, lista para ser de utilidad.

Desde un primero momento de esta nueva situación, de este nuevo desafío, de esta nueva ‘normalidad’, los docentes destacaron por su dedicación, esfuerzo y vocación de acompañamiento. Deseaban hacerse presentes, aunque sea a la distancia, aunque no tuviesen mucho para decir o proponer, y allí estuvieron. El docente de vocación se erigió durante este período no solo como un leal actor del sistema y como un comprometido trabajador de la educación, sino principalmente como un arquetipo de enorme significancia para las Naciones. Los países prosperan, más allá de las pandemias, siempre y cuando gocen del privilegio de poseer un colectivo valiente, preparado y dedicado de pacientes y amorosos docentes.  

Por supuesto que durante este período, las familias también fueron convocadas a colaborar, a ocupar un rol que nunca antes habían tenido. Dentro de hogares completamente alterados, exigidos y sobrepoblados, los adultos debieron disponer de las condiciones de escolaridad hogareña que mejor acompañase el nuevo proceso (¿experimento?). Desde temas de conectividad y sonoridad, hasta la nada sencilla tarea de acompañar a los alumnos en la nueva rutina impuesta por la escolaridad distante forzada a través de las pantallas, padres, madres y adultos responsables también se cargaron al hombro la tarea de hacer que el aparato escolar siga rodando, aunque sea de una manera precaria y voluntariosa. 

Sin embargo, a pesar de todo el esfuerzo de tantas personas cariñosas y dedicadas, los aprendizajes escolares no se realizaron. El año que todos en el mundo habíamos planificado, no logró desplegar sus alas. Las expectativas que a todos nos genera un nuevo año escolar, frustradas. Llegamos a fin del año 2020 juntos, es cierto, pero rengos, chuecos y tuertos. Sobrevivimos, lo cual es muchísimo, pero conscientes de que dejamos cosas importantes en el camino. Si el proceso educativo logra su magia cuando convierte esfuerzo y pericia docente en aprendizajes masivos de calidad, entonces sabemos que el año cerró en falta, que llegamos al final, pero que debemos prepararnos para recuperar el terreno perdido. Parados desde junio del año 2021, verificamos que seguimos anudados en la misma problemática, y que seguimos en falta.

Nadie sabe muy bien qué significa exactamente la ‘nueva normalidad’, pero eso es lo que nos espera. Si la pudiésemos definir como un territorio de prácticas en donde se puedan combinar recursos, estrategias, diseños y actores de la presencialidad y de la virtualidad para garantizar logros sostenibles y masivos de calidad, entonces el mandato es claro. Debemos crear una zona nueva de práctica educativa, en donde la tradición (y los beneficios) de la presencialidad se hermanen con virtuosismo con los incontables recursos digitales que la época ofrece. La ‘nueva normalidad’ será un mar embravecido si le damos la espalda, o será nuestra mejor travesía si montamos su vitalidad y exuberancia. Estamos llamados a una nueva travesía humana, y debemos enfrentarla con entusiasmo.

Lejos de desalentarnos, la situación actual nos hace aferrarnos con más fuerza aun a la educación como campo de práctica, y a la escolaridad como la política de estado más necesaria. Sabemos que solamente con esfuerzo no alcanza, pero a la vez sabemos que existen cientos de miles de docentes en el país dispuestos a ponerse al servicio del desafío. Sabemos que la ‘nueva normalidad’ nos invita a navegar en aguas desconocidas, pero nos entusiasma ese viaje. La escuela argentina es una institución gloriosa que ha favorecida la edificación de una Nación, abrazando y educando a niños y niñas de todas las procedencias y condiciones. Nada hace suponer que en esta oportunidad no sea capaz de adaptarse a los desafíos que nos esperan.

Las políticas e instituciones educativas, cuando están correctamente diseñadas e implementadas con cuidado y profesionalismo, generan múltiples beneficios para una sociedad: enseñan, curan, alimentan, crean, nos elevan, nos unen, nos llenan de esperanza y nos hacen mirar al futuro con entusiasmo. Así, la escuela como política de Estado, nuestra escuela argentina, preserva esa condición de institución esperanzadora, más allá de este inesperado período de pandemia, e inclusive por encima de los problemas de funcionamiento de los últimos años. Nuestra escuela argentina debe ser siempre ese lugar en donde nos encontremos todos los argentinos para esperanzarnos con el futuro, y para poner a nuestros niños y niñas por encima de todo.  

Educación y futuro, si bien no son sinónimos, son conceptos que siempre estarán íntimamente ligados. El futuro es un territorio que estamos llamados a habitar y a colonizar, y la educación es la acción de proveernos de las herramientas necesarias para hacerlo con gozo y a nuestro antojo. A la pregunta de ‘¿Qué sentimos hoy los argentinos cuando hablamos de educación?’, realizada en un encuentro virtual, la respuesta fue contundente: futuro por encima de todo lo demás. Y, enmarcando esa esperanza del futuro, la responsabilidad (de todo un colectivo) y el crecimiento (como dotación de recursos para mejorar la calidad de vida de toda una comunidad).

Es así como este momento particular, de la pandemia pero principalmente de la historia, nos invita a renovar nuestra alianza con lo más noble de la educación: amor, dedicación, vida en comunidad, aprendizajes de calidad. Necesitamos aprendizajes de calidad, y para ello debemos redoblar nuestros esfuerzos, sabiendo que el futuro nos convoca a avanzar, y que para ello debemos navegar juntos. Es necesario que retomemos nuestra intención explícita de educar para la paz, para la tolerancia y para la solidaridad. Debemos navegar con virtuosismo, y dirigirnos hacia un punto estimulante en el horizonte.

Para ello, resulta transcendente que finalmente logremos amigarnos con la época, sin vergüenza y sin prejuicios, abriendo los brazos a todos los recursos que nos ofrece. Solo lograremos desarrollar idoneidad digital en nuestros docentes y en nuestros alumnos si somos capaces de interpretar a la nube como un repositorio casi infinito, casi gratuito, de recursos diseñados para mejorar nuestras prácticas.