JUAN MARÍA SEGURA

La educación necesita nuevas políticas y políticos

Por Juan María Segura


El mundo atraviesa un proceso estructural de transformación sin precedentes en la historia la humanidad. La concurrencia de las revoluciones de la liberación de la información (desde 1992 a partir de la invención de internet), de la producción del conocimiento (desde 2001 a partir de la creación de Wikipedia) y de la ubicuidad (desde 2007 a partir de la aparición del primer teléfono inteligente), ha lanzado a la raza humana hacia una aventura a escala, hacia una exploración colectiva novedosa y fascinante. Ya son más de 4 mil millones las personas que navegan diariamente por internet, Wikipedia concentra 400 veces más definiciones y “conocimiento” que la primera enciclopedia creada en el siglo XVIII, y cada niño que nace actualmente lo hace junto con 20 smartphones de última generación. La robótica, la inteligencia artificial y el internet de las cosas son emergentes de un proceso de transformación que apenas reconocemos, que no solo desafía nuestras creencias sino, principalmente, nuestras convenciones e instituciones, la organización de nuestro entorno y de nuestras relaciones. El mundo avanza a grandes pasos y con escasas luces hacia novedosos entornos socioculturales, políticos y productivos que son tan dinámicos como complejos. La complejidad es el nombre del juego de la época, y se meterá como un virus en todos los órdenes de nuestra vida. Mientras seguimos viviendo de prestado de los siglos pasados, apenas mojamos los pies en una ola de cambio que transformará todo lo que reconocemos. La única certeza será la incertidumbre, y el cambio será la moneda de intercambio (bue, la criptomoneda…).

Frente a este hecho tan irrefutable de cambio de época, frente a esta dinámica de transformación tan disruptiva y permanente, el poder político legítimamente constituido de cualquier Estado Nación tiene una gran responsabilidad, pues debe poner el sistema político entero al servicio de la sociedad para un mundo en conformación, para un entorno de relaciones sociales, institucionales y de producción aún de contornos borrosos, del que aún no se tienen más que guías confusas. La responsabilidad de la política es incuestionable, y también lo es la urgencia con la que debe obrar. Estar a la altura del desafío demanda del poder político no solo producir ideas y políticas públicas originales u osadas, y hacerlo pronto, sino también alentar la creación de nuevas alianzas, amplias, generosas, multidisciplinarias, asegurando desde el Estado la concurrencia de todas las voces y la representación de todos los actores de la sociedad que se requiera involucrar en el proceso. Las ideas novedosas, las alianzas generosas y la audacia política emergen así como el nuevo credo al que la política debe adherir, sea por convicción o por temor, por la razón o por la fuerza, por derecho o por derecha, lo mismo da. 

Quienes tienen la responsabilidad de gobernar, aún cuando sus mandatos y funciones sean transitorias, deben ser conscientes del desafío que la época les impone y de la responsabilidad que a la política le corresponde asumir. Asumir este desafío, aun cuando sea riesgoso desde el punto de vista político electoral, es convencerse de la gran cantidad de oportunidades que el nuevo entorno puede significar para sus ciudadanos, y también es estar dispuestos a obrar como vehículo para que ciudadano y época entren en un diálogo productivo, positivo, armonioso, de ida y vuelta, 2.0 (¡que antigüedad!), a pesar de la incertidumbre.

Algunos países y ciudades poseen un legado histórico de logros y concreciones creado a partir de colonos, guerreros, emprendedores, inventores, intelectuales, empresarios, artesanos, artistas y trabajadores de diferentes condiciones y procedencias, que muchas veces significa más una barrera para el progreso y la renovación, que una ventaja competitiva. Los logros del pasado muchas veces crean una argumentación incompleta y sesgada, que propende más hacia la estabilidad, la quietud y la idea de no innovar, que hacia el cambio y la reforma, a pesar de las evidencias, a pesar de que los problemas no se resuelven. El conservadurismo encuentra sus mejores argumentos y dialécticas en las glorias del pasado, aún cuando estas sean ya lejanas, y desde allí elabora un edificio de razones que se transforman en dogma y verdad, y frente a las cuales se hace difícil dialogar y casi imposible progresar. Evolucionar no necesariamente significa olvidar el pasado, la historia, la cultura, la tradición, pero sí supone soltarle un poco la mano a eso que se hizo antes para resolver otros problemas en un entorno tecnológico, sociológico y cultural diferente, animándose a mirar el futuro más suelto, más liviano, más propositivamente y no tan a la defensiva. Un gobierno es consciente de su legado y lo honra, no cuando lo preserva intacto, inmutable, puro (para eso están los museos), sino cuando lo enriquece con nuevas ideas, políticas e instituciones que resignifican y recontextualizan esa historia que tanto enorgullece a sus habitantes.

Una de las áreas más estratégicas para cualquier gobierno en este novedoso debate y espectacular desafío es la educación, en especial la educación de los más jóvenes. Y dado que ningún sistema escolar puede aspirar a sostener mejores aprendizajes en sus niños y niñas que el que la calidad de sus docentes le ofrezcan, entonces la formación docente, inicial y continua, adquiere un lugar de preponderancia. Sea cual sea el legado en esta materia para cualquier gobierno, la época desafía a seguir proponiendo nuevos formatos, instrumentos, políticas e instituciones que enriquezcan o recreen esa trayectoria, y que la llenen nuevamente de capacidad transformadora. En el nuevo entorno de relaciones que supondrán la robótica y las disrupciones equivalentes, el docente se verá forzado a reconsiderar su práctica, debiendo reconvertir su tradicional rol de enseñador hacia un más novedoso rol de catalizador de procesos de aprendizaje individualizados. El desafío es grande, y no habrá una sola institución o política que pueda dar cuenta del desafío por sí sola. Sin embargo, ello no impide que se pueda avanzar con nuevas ideas y propuestas, aunque sea en formato de prototipo, en beta, como se dice ahora.

Esta es (o debería ser) la idea base subyacente de las autoridades educativas de CABA detrás de la iniciativa de crear una nueva universidad. La institución que se propone crear debe sumarse al repertorio de ofertas que la Ciudad hoy ofrece, ocupando un espacio hasta ahora deshabitado. La Universidad de Formación Docente de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, UniCABA, debería nacer con el afán de crear un nuevo espacio institucional en donde la innovación pedagógica constante se convierta en un diálogo fructífero y vinculante para con el resto de los actores del sistema, diálogo que debería estar enmarcado en evidencias de la neurociencia y de la teoría del aprendizaje vinculadas al desarrollo de hábitos de pensamiento.

Los gobiernos tienen la oportunidad y el mandato de darle vida a nuevos acuerdos e instituciones educativas, más rigurosas, vigorosas, relevantes y volubles. Crear instituciones educativas vivas, adaptables, en diálogo íntimo con la época, sus desafíos y oportunidades, es la tarea más audaz e imprescindible a la que se debería abocar cualquier proyecto institucional educativo que se impulse desde la política, sea en CABA, Medellín, Tel Aviv o Londres. Se necesitan instituciones educativas que permitan hacer y deshacer con naturalidad, que animen a sus articuladores y al resto de los actores del sistema a habituarse con el proceso de experimentación de abordajes originales y novedosos. Pero para ello se necesitan nuevas políticas y nuevos políticos, no solo nuevas instituciones.