JUAN MARÍA SEGURA

Nota 1 de 3: Hablamos tanto... (de educación)

Por Juan María Segura


‘Entonces, eso que me enseñaron en la escuela…’ decía Mafalda, y la duda aún se mantiene vigente, la preocupación palpitante. La desconexión entre la escuela y la vida cotidiana nos interpela desde entonces y como nunca.  La intensidad del reclamo cobra un volumen y una gravitación extraordinaria, no tanto por la carita de la delatora, una Mafalda inquisidora, madura e ingenua a la vez, sino por la tragedia de la desatención del tema y sus desgarradoras consecuencias.

Han pasado más de cincuenta años, y la frase nos sigue interpelando porque habitamos un país con un tejido social lastimado, con uno de cada tres argentinos pobres, y con más del cincuenta por ciento de los alumnos de la escuela pública que vive en situaciones extremas. Así, conectar a las instituciones educativas con el entorno y su problemática sigue siendo una asignatura pendiente en nuestro país, tal vez la más urgente y acuciante, y no necesariamente aquella de la que más nos ocupamos.

Repasemos entonces los tres propósitos de la obra: alimentar un debate más informado, proponer una interpretación a lo realizado por el gobierno de Cambiemos en los últimos años en Argentina, y argumentar y exponerme a ser juzgado. Tres propósitos con un solo fin: lograr una mejor conexión entre aprendizajes institucionales (en la escuela de Mafalda, pero también en las universidades, en los institutos de formación docente, en las salas de educación inicial, en las escuelas técnicas, en los institutos universitarios y en todos los lugares en donde se imparten enseñanzas) y una época que nos desafía como nunca, tanto por lo que nos pasa como colectivo, como por el torbellino de transformación que sopla en todo el mundo a partir de la revolución tecnológica y digital.

Si metemos en la moldera un poco de Mafalda, una dosis de coyuntura, unos gramos de tradición y trayectoria, unas cucharadas de argentinidad y unas fetas de entorno, y llevamos todo al horno, el plato que sale parece corpulento, crocante y estimulante, pero no sabe a nada. Dicho en criollo, da que hablamos mucho, pero no pasa nada.

¿Hablamos mucho? ¿Lo hacemos sobre el tema de educación? Es una buena pregunta. En las campañas electorales y en los medios tal vez no dediquemos mucho tiempo a la educación, pues la economía, los deportes, la política y los chimentos de la farándula lo tapan todo, pero eso no significa que no hablemos del tema. Hablamos mucho sobre educación, lo afirmo. Todo el que sabe que me dedico personalmente a estos temas, siempre tiene cosas para decir, observaciones para hacer, anécdotas que compartir. Estoy convencido de que hablamos mucho del tema, y creo que lo hacemos por diferentes motivos, nos movilizan diferentes razones, que hasta se pueden categorizar.

En primer lugar, hablamos mucho de educación porque es políticamente correcto hacerlo. Aun cuando no sepamos nada del tema, aun cuando no tengamos cerca situaciones de escolarización o institucionalización educativa de algún familiar, aun cuando no tengamos en mente más que una borrosa memoria de nuestras vivencias escolares, aun cuando sintamos que educación y escolarización son la misma cosa (un error muy común), aun cuando no estemos siquiera intentando hacernos más idóneos en su comprensión, jamás podríamos estar en contra de algo que todos asumen que es importante. La presunción colectica de la bondad de la práctica educativa transformada en certeza, genera definiciones antagónicas frente a las que se debe tomar posición. Manifestar que la educación es importante y buena en sí misma ubica a uno del lado de los buenos, de los sensibles, de los humanos, de los preocupados, del progreso. Por el contrario, manifestar que no es importante, o inclusive meterle un matiz o giro (por ejemplo, que el sistema escolar actual genera pobreza y desempleo, o que las escuelas actuales han perdido por completo su capacidad dinamizadora de movilidad social), ubica a uno de lado de los malos, de los insensibles, de los clasistas, de los mercaderes de la educación privada. Hablar mucho de educación y hacerlo en forma positiva, siempre positiva, nos hace sentir bien, o al menos, nos acerca a personas de bien, de la misma manera que hablar mucho de nuestro club de fútbol nos hace ver (y sentir, claro) como mejores hinchas, al menos, desde la mirada de los otros.

En segundo lugar, hablamos mucho de educación porque intuimos que ella está en todos lados. No lo sabemos con certeza y tampoco sabemos a ciencia cierta qué significaría esta definición, pero lo intuimos. Es cierto que Sarmiento sostenía que todos los problemas son problemas de educación, pero eso lo sostenía alguien que podía establecer con claridad una vinculación entre los problemas y los vicios de una persona o comunidad, y las rutinas educativas necesarias para corregirlos, sean intra o extraescolares. Lo cierto es que el común de los mortales es incapaz de establecer esas relaciones de causa y efecto, en parte porque son relaciones complejas y multicausales, pero también en parte porque los Sarmiento tampoco eran muy científicos en sus argumentaciones, dado el estado precario o incipiente de los avances científicos en neurociencia de su tiempo. A pesar de todo, y de tanto escuchar máximas como las de Sarmiento, terminamos alimentando una intuición que nos orienta en la dirección de aseverar que la educación está en todos lados, no solo en la escuela o en el aula. Esa característica de aterritorialidad o de universalidad es la que nos autoriza a hablarla, a conceptualizarla, sin sentir temor por meternos en el dominio de otros, y sin necesidad de solicitar autorización para hablarla como a uno le plazca. Porque intuimos que la educación está en todos lados, pues en alguno de esos lados también estamos yo y mis problemas, así que me creo en derecho de manipularla a mi antojo. 

En tercer lugar, hablamos mucho de educación porque algunas cosas nos sacan de nuestras casillas, nos enfurecen demasiado y sentimos necesidad de recurrir a algún remedio mágico que todo lo pueda. Así de ingenuo e infantil como suena. Cuando vemos actos de corrupción en el poder político de turno, nos enojamos y decimos que allí faltó educación en valores y ética. Cuando vemos conductas colectivas de falta de respeto hacia el prójimo en los espacios públicos, nos enojamos y decimos que allí faltó educación en ciudadanía. Cuando vemos conductas insensibles hacia personas que viven en situaciones precarias, nos enfurecemos y decimos que allí faltó educación en solidaridad. Cuando leemos textos con errores de ortografía en medios o redes sociales, o escuchamos discursos o declaraciones de personas que se valen de un lenguaje vulgar y chabacano, nos enojamos y decimos que allí faltó mayor rutina de lectura y escritura. Cuando verificamos que la incapacidad para contrargumentar de una manera elaborada es sustituida por una forma violenta de dialogar a través de amenazas, descalificaciones y ofensas de índole personal, nos enojamos y decimos que allí faltaron espacios y situaciones de práctica de la capacidad de contemplación y reflexividad. Así, en el ideario colectivo, resulta que la medicina educativa, aplicada en forma preventiva y en dosis justa en cada situación, nos hubiese librado de tener que lidiar con nuestros problemas actuales. ¿Es realmente así? Parecería raro que existiese tal fórmula, pero nos encanta pensar en un mundo ideal en el cual no tenemos que ocuparnos de los problemas, pues estos vienen corregidos desde el origen. 

En cuarto lugar, hablamos mucho de educación porque de esa manera nos acercamos a los niños y las niñas, y eso nos hace sentir bien, nos hace sentir importantes, nos hace sentir necesarios. Todos fuimos niños, y todos fuimos alumnos escolares (la escolaridad de Argentina en la escuela primaria es casi plena desde hace ya varias décadas), así que mientras sigamos hablando de escuela cuando hagamos referencia a educación, siempre encontraremos un punto de referencia del pasado, vinculado a nuestra propia vivencia personal escolar. Esa situación y experiencia, por más lejana que sea, sentimos que nos da la posibilidad de ser referencia, de ser guía de un proceso ya recorrido. Dado que ya lo vivimos, dado que ya ‘aprendimos a transitar’, dado que resolvimos los problemas que nos afligían, entonces aquí estamos para aconsejar y ser guía. En este afán e intención, obviamos olímpicamente que los niños actuales, los generación Z o centennials y los generación T o alpha, no tienen nada que ver con nosotros en cuanto a su condición de alumno escolar. También pasamos por alto que el mundo que habitan esos niños y niñas es radicalmente diferente al que habitábamos nosotros en edad escolar. Finalmente, olvidamos de calibrar con precisión la apreciación que se tenía sobre aquella escuela, la de la época de Mafalda y Lavado, y la poca que se tiene sobre la actual. Optamos por pasar por encima de todas esas imprecisiones, dejando de lado todo estorbo u obstáculo que nos pueda ubicar cerca de los niños, no tanto para asistirlos, sino para uno sentirse bien.

Finalmente, en quinto lugar, hablamos mucho de educación porque eso nos acerca a la pobreza, que nos duela como nada. Y creemos, justificadamente, que la educación ayuda a que los países salgan de la pobreza. No entendemos muy bien los procesos ni los mecanismos, ni sabemos cuáles deberían ser  las políticas y los diseños, pero sabemos que pasa por allí, sabemos que la pobreza se combate con buena educación, o que la mala educación, en el tiempo, redunda en mayor pobreza. Nuestra propia historia es una referencia poderosa de movilidad social, de mejora en las condiciones de vida de muchas familias de inmigrantes que llegaron a nuestro territorio sin nada de nada, y que, a fuerza de trabajo y de educación pública de calidad y de algo de solidaridad, progresaron. También hemos sido testigos de casos de progreso de otros países del mundo, que en cincuenta o treinta años han provocado un giro radical en las condiciones generales de vida de sus ciudadanos, como son los casos de Singapur, Nueva Zelanda, Finlandia o Corea del Sur, en gran medida gracias al buen funcionamiento de sus sistemas educativos. La pobreza nos pincha el corazón, y verla crecer nos angustia. Frente a ello, tenemos la certeza, no ya la intuición, de que la educación es la solución. No sabemos muy bien como sigue la historia, pero sabemos cuál es el remedio, así que, en la medida en que en el nuestro o en cualquier otro país haya un solo pobre, siempre tendremos la responsabilidad de ayudarlo como colectivo, y la certeza de que valiéndonos de la educación podremos hacerlo.

Si, de educación hablamos mucho. No necesariamente en espacios vistosos, no necesariamente por las razones adecuadas, no necesariamente con los argumentos requeridos, no necesariamente todo lo que deberíamos, pero hablamos mucho, y eso es un dato. ¿Es bueno que esto ocurra? Veamos, sería bueno que hablemos con los argumentos adecuados e información correcta, y que lo hagamos no porque sea políticamente correcto hacerlo, sino porque lo creamos de veras. Pero siempre es mejor que el tema esté en la mente de la gente, a que no lo esté por ningún motivo. Por lo tanto, sí, creo que es bueno que de educación hablemos mucho.