JUAN MARÍA SEGURA

Estudiar vale la pena

Por Juan María Segura


Estamos viviendo una época sin precedentes, una contemporaneidad que impone condiciones nuevas de convivencia e interacción. El futuro, pero también el presente (¡principalmente el presente!), obligan a estar preparados para afrontar (¿abrazar?) lo nuevo, lo inesperado, con independencia del ámbito de actuación de cada persona. Administrar es tan necesario como crear, y ello nos empuja a sentirnos a gusto con la incertidumbre, a ver en la ambigüedad oportunidades de nuevos nacimientos, a recibir la novedad no como novelería sino como el punto de inicio de una nueva solución para problemas que nunca antes enfrentamos.

Frente a este panorama, las universidades han venido innovando en ‘empaquetamientos’ novedosos de contenidos a través de carreras nuevas, como diseño (design thinking), ciencias de datos, u otras pensadas para el dominio de tecnologías o lenguajes emergentes, como programación/codificación, inteligencia artificial o manejo de drones. Si aceptamos que esta revolución recién está dando sus primeros pasos en términos históricos, es esperable que esta dinámica innovadora de nuevas carreras no se detenga, obligando a todas las universidades a mantener ejercitada su musculatura de seguir iterando con nuevas temáticas, y eventualmente probando formatos más breves y dirigidos a públicos de edades más diversas.  

El mercado laboral también ha debido realizar sus adecuaciones. Desde hace años se viene acentuando una tendencia en las empresas hacia la búsqueda de capacidades como autogestión, autonomía y ejecutividad, fundamentales a partir de la naturalización de trabajos híbridos o totalmente remotos. Asimismo, se demanda pericia y eficacia para realizar un buen uso de los recursos digitales que ofrece la nube, que son infinitos en términos de disponibilidad. Finalmente, se destacan tres capacidades que figuran al tope de las encuestas de los empleadores desde hace más de 10 años, que son la comunicación oral persuasiva, la capacidad de conducir equipos de trabajo y el liderazgo, todas ellas íntimamente relacionadas.

Y, sobre llovido, mojado. La IA y todas sus derivaciones. Negar la IA es tan poco sensato como abrazarla sin miramientos. Esta tecnología o herramental nació para asistirnos, pero para que ello acontezca debemos comprender sus limitaciones, adentrarnos en su lógica de funcionamiento y, a partir de allí, integrarla con entusiasmo en los procesos y sistemas de toma de decisiones que las empresas decidan. La IA es una capacidad tecnológica de crear entendimiento, y en eso es muy similar a la inteligencia humana, que es una capacidad biológica de hacer lo propio. Si nunca diseñásemos un sistema o proceso que dé por cierto nuestro sistema biológico (neurocognitivo) de crear entendimiento y comprensión a partir de nuestras ideas/recomendaciones (para eso las organización poseen sistemas humanos de toma de decisiones, que en general son colectivos), no encuentro la razón por la cual deberíamos aceptar por cierto todo output arrojado por una herramienta o sistema de IA.

La secuencia anterior, época, universidades, mercado laborar e IA, también atraviesan la esencia de nuestras escuelas. El sistema educativo argentino está diseñado a partir de una lógica de información escasa (era preinternet), y aborda el problema de la alfabetización desde un diseño curricular fragmentado que entrega información de una manera dosificada y progresiva. Este diseño, además, asume que la edad biológica nos iguala y equipara a todos, y que por ello debemos todos aprender lo mismo en cada ciclo etario, con independencia de las particularidades y apetitos de conocimiento de cada uno. Y eso es un grave error. Entre las cosas que le falta incorporar al sistema educativo en esta nuevo orden de cosas destaca la capacidad para abordar holísticamente los problemas (aprendizajes basados en proyectos), el dejarse atravesar por la complejidad y dinámica de la contemporaneidad (los mundos VUCA y BANI), el ejercicio de prototipar soluciones para problemas emergentes, la capacidad de curar fuentes de información, la alfabetización en más lenguajes (siguiendo la investigación de Logan), y el diseño de espacios para hacer de la reflexión y la contemplación el acto educativo más disruptivo y emancipador al que puede aspirar una institución escolar.

Para un joven, aún para un centennial en este contexto de instituciones anticuadas y fuera de época, estudiar siempre es bueno, positivo, estimulante, transformador. Estudiar disciplinadamente, con método y rigor, nos permite aprender, y ese acto de rebeldía nos hace libres, nos afianza como seres únicos, nos provee una identidad que nos pertenece, aun cuando esta pueda mutar. Por lo tanto, si, estudiar cualquier carrera vale la pena, en la medida en la que ello nos ejercite en la acción de aprender, de inaugurar una trayectoria, de reinaugurarnos a cada rato. Luego, si la carrera posee mejor salida laboral inmediata, mejor aún. Pero, aún cuando el título obtenido no facilite transitar esos primeros pasos en el mundo laboral con comodidad, si el proceso fue recorrido con disciplina y responsabilidad, esos graduados estarán perfectamente bien preparados para seguir aprendiendo nuevos dominios y capacidades. Y, dado que la época continuará desafiando a todos a continuar aprendiendo durante toda la vida, muy pronto los graduados de carreras ‘tradicionales’ estarán en igualdad de condiciones que el resto de los graduados en el mercado laborar.