Por Juan María Segura
Los problemas de la educación argentina son claros y, a esta altura del partido, ya conocidos por todos. Los resultados de aprendizaje publicados días pasados por el Ministerio de Educación de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, no nos toman por sorpresa. Las pruebas FEPBA (grado 7) y TESBA (grado 10), que miden aprendizajes en matemática y lectoescritura, muestran a una población escolar estancada en su rendimiento académico, en el mejor de los casos.
La calidad de los aprendizajes escolares de nuestro país dista mucho del nivel deseado desde hace años en casi todas las áreas, en casi todos los grados, en casi todas las jurisdicciones educativas. Y digo ‘casi’, para que haya lugar para esas pocas excepciones, que siempre existen, pero que no modifican el cuadro general. Estamos mal, lo sabemos desde hace rato, y lo verificamos ante cada nueva publicación de resultados de aprendizaje.
A algunos resulta extraño que el problema de la baja calidad de los aprendizajes escolares subsista y que inclusive sea anterior a la pandemia, siendo que el sistema escolar ha sido inyectado con más recursos que cualquier otra área del Estado: libros, netbooks, manuales, cargos y docentes, salarios, infraestructura edilicia, centros de formación y capacitación. La proporción del PBI dedicado a la educación, que en 2003 era del 3,4%, en 2015 alcanzó el 6,1%. Una fiesta de recursos, de la que cada político de turno se regodeó, pero que finalmente no condujo a mejoras en los aprendizajes. Curiosamente, esa fiesta de gasto incremental coincidió con una migración masiva del alumnado escolar hacia las escuelas de gestión privada, que al menos garantizan un funcionamiento regular. O sea, duplicamos el gasto para una población de alumnado que se reduce. Así y todo, las mejoras no aparecen.
He probado antes con muchos argumentos para intentar explicar semejante desarreglo sistémico: que la normativa que continúan creando es asfixiante, que las leyes son anticuadas, que el diseño del sistema está desconectado de esta época, que la organización del contenido a partir de NAPs no logra cautivar la atención de los nuevos aprendices, que la gestión escolar es deficiente y está desatendida, que raras veces se utilizan datos para la toma de decisiones, que la clase política no posee la motivación suficiente para accionar sobre este problema, que la sociedad propone un debate mediocre y trivial, y podría seguir. Tal vez la respuesta está en alguna de estas menciones, o en una combinación de varias.
Sea cual sea la explicación, lo cierto es que la sociedad ha perdido confianza en la escuela, pues duda que el proceso al que llamamos escolaridad esté colaborando en todo su potencial en la consolidación de una comunidad. La escuela no solo debe favorecer ciertos tipos de aprendizajes, sino que también debe preparar a los egresados para el ejercicio de la ciudadanía responsable. Si no lo hace, si en cambio gradúa aprendices mediocres sin apego ni herramientas para el ejercicio de la ciudadanía responsable, entonces, ¿para qué tenemos una escuela?
La escuela tiene una larga tradición en nuestro país, y representa una plataforma alrededor de la cual las familias se han reunido, confiadas, con el anhelo de progresar. ‘M’hijo el dotor’ no es un invento literario, sino el lema de una época en la que se confiaba en el poder transformador de la escuela. Cada proyecto de progreso familiar cultivado a fuego lento alrededor de una escuela, ha contribuido a la reputación de esa institución y al engrandecimiento de nuestra Nación.
Los primeros poblados de nuestro territorio poseían un diseño muy claro al respecto (diseño que subsiste aún hoy en muchos pueblos), con una plaza pública central siempre acompañada por una comisaría, una iglesia y una escuela. Cada pueblo, cada comunidad, reunido en esas plazas centrales, se reconocía como un todo más grande que la suma de sus partes, y creía y confianza en esas instituciones, y por eso las cuidaban. La escuela era una institución cuidada con celo por un ecosistema de actores interesados en su buen funcionamiento, en su sanidad, en la rectitud de su funcionamiento y en la dirección de su propósito. La escuela era institución, pero también ecosistema. Tal vez es esto último, la cualidad de ser un ecosistema, lo que está dañado luego de tantos años de mal funcionamiento.
Pensemos un poco qué es un ecosistema. Un ecosistema es un sistema constituido por una comunidad de organismos vivos y el medio físico donde se relacionan. Se trata de una unidad compuesta de organismos interdependientes que comparten el mismo hábitat. El concepto, que fue introducido en 1935 por el ecólogo Tansley, tiene en cuenta las complejas interacciones que se producen entre los organismos que integran esa la comunidad y los flujos de energía y materiales que la atraviesan.
Compartir un mismo hábitat, ser interdependientes, estar atravesados por flujos de energía, ¿acaso la escuela no tiene todo el potencial de ser el epicentro de un ecosistema de padres, docentes, alumnos, graduados, vecinos, aprendizajes y anhelos? ¿Acaso no fue eso en algún momento? Poseer propósito, crear un hábitat particular y garantizar cadencia y logros, ¿por qué abandonamos ese modelo virtuoso de funcionamiento? ¿En qué momento lo abandonamos?
Aquella escuela, la que reunía a su alrededor a ‘organismos vivos’ esperanzados, era ecosistema y generaba confianza porque se había ganado una reputación. Hacía lo que prometía, y por eso era tan respetada y cultivada por toda una comunidad. Era vital, y creaba vitalidad. Esta escuela, sin embargo, la que discutimos en la actualidad a los gritos y empujones, hace rato que dejó de ser ecosistema, en parte porque abandonó la función de crear esperanza en su comunidad. Como mencioné antes, sea por las razones que sea, esta escuela dejó de ser confiable para la sociedad, y por eso es tratada con escepticismo y utilitarismo. Y, por más recursos que reciba, deglute todo de un bocado, sin hacerse responsable por la calidad de tu producido. Sigue siendo institución, claro, pero ya sin vitalidad.
Tal vez este sea un buen momento para volver pensar en la escuela como lugar de encuentro de las familias y de toda una comunidad, y no simplemente como una institución. Tal vez convenga recuperar algo de esa escuela ecosistema, de esa escuela palpitante y cuidada por todos, en donde las aspiraciones no tienen techo, y los sueños se realizan. Tal vez.