Por Juan María Segura
Cuando Elon Musk y otros crearon en San Francisco el laboratorio de inteligencia artificial OpenAI en 2015, solo algunos se interesaron por comprender el contexto de lo que estaba ocurriendo allí, y por ello quedaron perplejos cuando, años más tarde, Microsoft invirtió en esa ‘ONG’ primero us$ 1.000 millones, y luego ¡us$ 10.000 millones! Reacciones parecidas generó la comprar de Youtube por parte de Google en 2005, por la que se pagó us$ 1.650 millones. Ya sabemos lo que pasó luego con Youtube.
Cuando se inauguró la primera tienda Amazon Go en Seattle en 2016 sin cajeros ni personal de cobro, los pocos que prestaron atención al modelo predijeron que eso nunca podría implementarse fuera de los Estados Unidos. De los 43 locales que ya están abiertos al público, 20 funcionan en otro país, y modelos similares se han implementado inclusive en Argentina (véase la empresa Quick Scan & Go Market).
Cuando Netflix estrenó la película AlphaGo en 2017, solo algunos curiosos se interesaron por Deep Mind, compañía creada en Londres en 2010, responsable de crear el programa de inteligencia artificial que venció categóricamente al surcoreano Lee Sedol, super campeón mundial de Go. Luego de esa experiencia, Sedol reconoció que había aprendido nuevas estrategias de juego.
Cuando Omar Sultan Al Osama fue designado ministro de inteligencia artificial de los Emiratos Árabes Unidos en 2017 a la edad de 27 años, a los pocos que atendieron la noticia solo les pareció otra excentricidad de la política. Actualmente, los EAU lideran el ranking mundial de velocidad de conexión a internet móvil, con una velocidad de 180 MBPS. Argentina posee 24 MBPS y el promedio mundial es 40 MBPS.
Lo cierto es que la revolución tecnológica iniciada en los 60’ con el nacimiento de la industria de los microprocesadores, empaquetada desde los 70’ en ordenadores cada vez más potentes, personales y portables, conectada y enlazada en los 90’ a partir de internet, y con alcance mundial a partir de la revolución de las pantallas táctiles y los smartphones en el siglo XXI, está llegando a un nuevo campo de juego: el de los datos, el poder computacional y la inteligencia no humana.
La industria de la inteligencia artificial (que algunos ya llaman ‘alienígena’), alimentada con cantidades ingentes de datos que son procesados por un poder computacional que nunca antes tuvo la humanidad, lleva décadas investigando, invirtiendo y prototipando herramientas, de las cuales chatGPT es tal vez la más ruidosa. En los últimos 10 años, la inversión global privada en IA se multiplicó x30, y las patentes globales de propiedad intelectual en el área se multiplicaron x54. En Estados Unidos, los estudiantes doctorales de ciencias computacionales con especialidad en IA y machine learning triplican a los de cualquier otra especialidad; en Singapur, el 2,3% de todas las posiciones laborales solicitadas son para cargos de IA; en la India, el 65% de las empresas poseen áreas o proyectos de IA.
El planeta todo, enlazado en una matriz tecnológica que nos conecta, y guiado por una agenda global que nunca antes habíamos logrado, está frente a la mayor transformación que jamás haya experimentado en su historia. Nunca fuimos tantos, nunca tuvimos tanto de todo, y nunca tuvimos tanta incertidumbre con respecto a nuestro futuro. El Fin de la Historia (1992), de Francis Fukuyama, repentinamente convertido en el fin de la historia humana, sentenciado por Yuval Harari en una conferencia reciente.
Debo confesar que Harari me persuade, pero no llega a convencerme del todo en este asunto. Disfruto profundamente cómo elabora, pero dudo de sus conclusiones, y más aún cuando son tajantes. ‘Si no actuamos ahora, luego ya no podremos’, o ‘la IA está hackeando el sistema operativo de la humanidad, que es el lenguaje’, o ‘si los gobiernos no legislan ya, perderemos la democracia’. Estas afirmaciones aparecen en una conferencia dictada semanas atrás en Suiza, en donde abordó el tema de la IA y el futuro de la humanidad. Con menciones hacia el lenguaje, la cultura, la atención, la intimidad, las emociones, la conciencia, las redes sociales, la curaduría, la biología, Terminator, The Matrix, el storytelling y una cantidad de otros temas sumamente relevantes y apropiadamente conectados, hace un llamado a las autoridades públicas a que rápidamente regulen el lanzamiento de herramientas de IA que no hayan sido testeadas antes en todas sus dimensiones e impactos.
Detrás de Harari hay muchos intelectuales, empresarios, investigadores, tecnólogos, pensadores y comunicadores alineados con sus argumentos, empáticos con sus preocupaciones, alertas con las consecuencias de no actuar mencionadas por el historiador. Por eso la carta publicada en marzo pasado, en donde más de 1.ooo personalidades mundiales solicitaron públicamente ‘…pausar de inmediato, durante al menos 6 meses, el entrenamiento de los sistemas de inteligencia artificial más potentes…’. Pausar para ganar tiempo, ¿y luego qué?
Dudo que al asunto de la IA lo estemos comprendiendo y abordando adecuadamente. Los gobiernos, estos gobiernos, que ni siquiera se pueden comprometer con lo básico (pobreza, hambre, inseguridad, armas, droga), no tienen ni la capacidad ni la motivación para abordar una regulación prudente, equilibrada y sofisticada en este asunto. Y coincido con Harari en que la democracia está en riesgo, pero no por la IA, sino por la debilidad y poca eficacia de los sistemas de gobierno, lo cual incluye a sus parlamentos y órganos legislativos.
Es verdad que la democracia es una gran conversación pública, pero es una conversación que ocurre en un entorno sociocultural y en una época en particular, y que ocurre con el propósito específico de vivir mejor ‘la época’, esta época. Quienes participan de la conversación democrática desean (y luchan por) mejores condiciones de vida para ellos y para sus seres cercanos. ¿Acaso la democracia es el sistema adecuado para esta época en la que la IA lo alcanzará todo? No me animo a afirmarlo, y por eso llevo años reclamando a cientistas políticos en este debate, un debate con voces de historiadores, emprendedores, lingüistas, CEOs, tecnólogos, filósofos, pedagogos y charlatanes, pero sin suficientes ingredientes de las ciencias políticas. ¿Acaso nadie se anima a alzar la mano y cuestionar la democracia? ¿O al menos defenderla pero con nuevas argumentaciones y propuestas? Una democracia 2.0, amigable y conciliable con las derivaciones de la IA, ¿es parecida a esta democracia que conocemos? Sé por dónde vendrán las críticas a este planteo, y las recibo con mucho interés.
Estamos arribando al planeta de los datos (en cantidades ingentes), el poder computacional (sin precedente) y la inteligencia no humana (autónoma en su capacidad de aprender). Es un mundo en donde nada se parecerá a lo que conocemos o hayamos experimentado antes. ¿Podemos aspirar a preservar los diseños de sociedades, instituciones y acuerdos que nos trajeron hasta aquí? Las ‘historias’ que nos organizaron de esta manera y no de otra, como diría Harari, ¿sostienen vigencia y adhesión en este nuevo entorno? ¿Pueden ser funcionales para un planeta de 10 mil o 20 mil millones de habitantes? Supongamos que el mundo pausa por 6 meses, como se pidió ruidosamente en marzo pasado, ¿para qué utilizaríamos esos meses colectivamente en este asunto? ¿Y qué creemos que pasará en el día 6 meses + 1?
No estoy seguro de que nos estemos haciendo las preguntas correctas, ni tampoco estoy del todo confiado en los incentivos de quienes argumentan a favor de mayor regulación. La regulación entorpece y complejiza, y la mala regulación asfixia, mata el espíritu creativo de la sociedad. Es empírico, está documento con mucha claridad por Keith Simonton, un estudioso de la inteligencia humana y la creatividad. Entonces, si lo que se desea es ‘asfixiar’ a 4 o 5 corporaciones globales, entonces hay que decirlo abiertamente, sin tantos rodeos. Si molesta que el valor de mercado de Google, Apple, Facebook o Microsoft supere por mucho al PBI de la mayoría de los países del mundo, y que además sean íconos culturales para la juventud de cualquier región del planeta, modelando hábitos, conductas y aspiraciones que los Naciones ya no logran generar, entonces hay que clarificar que la batalla es esa y no otra. Si ese es el caso, entonces no cuenten conmigo.