Por Juan María Segura
Luego de 10 horas de vuelo y ya con los ojos cansados, me disponía a dormir un par de horas, no sin antes hacer una última recorrida por la pantalla de las películas disponibles en el sistema de tv del avión. Al cruzarme con Troya, no lo pude resistir y me quedé pegado (por enésima vez…), hasta que el vuelo finalmente aterrizó en destino. Solo un par de días más tarde, mientras hacía zapping en mi casa al final de una jornada de trabajo, me volví a cruzar con Troya y adivinen. Nuevamente.
¿Por qué nos quedamos atrapados con películas como Troya, Gladiador, 300 o Corazón Valiente, por mencionar algunas emblemáticas de un género cinematográfico en particular? Porque las historias bien contadas nos resultan irresistibles, punto. Irresistibles. Y son irresistibles no solo desde el punto de vista fáctico-histórico o estético-audiovisual, sino también, o principalmente, emocional. Nos conmueven y emocionan, invitándonos a un viaje y a una experiencia fabulosa ¿Acaso no querríamos todos ser valientes guerreros Mirmidones, parados frente a Aquiles en su barco justo antes de llegar a las playas de Troya, enajenados por su arenga de que en la playa nos esperaba la inmortalidad? No cuestionamos mucho si Aquiles efectivamente dijo eso, o si Homero se expresó de esa manera exacta tres siglos más tarde, cuando escribió la Ilíada. Tampoco nos detenemos a cuestionar si William Wallace gritaba ¡libertad! mientras lo torturaban y descuartizaban en Smithfield en 1305, ni si Marco Aurelio le dijo arrodillado y sollozando a su hijo Cómodo que sus defectos como hijo eran su fracaso como padre, justo antes de ser asfixiado por aquel. Para quienes disfrutamos este género fílmico en particular, son escenas que nos movilizan y que disfrutamos consumir una y otra vez.
Aquiles, Máximo Decimo Meridio, Leónidas I de Esparta, William Wallace, piezas centrales de historias de honor, valentía, amor y traición, ingredientes irremplazables que le aportan una sazón única a experiencias que no queremos dejar de sentir siempre que podamos. Por supuesto que si nos movemos de género, siempre en el mundo del cine, el principio subsiste. Cada género tiene su historia de Jack y Rose, vibrando a escondidas por un amor prohibido, desafiando las convenciones de la época, traicionando pero siendo fieles al mismo tiempo, mientras el barco indestructible que quiere ser Dios enfila descuidado hacia la muerte en medio de una noche calma y gélida. Las historias bien contadas nos movilizan y nos emocionan, así somos. Seres sintientes que razonamos para gobernarnos, y que nos entregamos con placer a las historias bien contadas.
El gran historiador Harari lo sostiene con claridad. La historia del hombre es una historia evolutiva de biología y cultura. Somos lo que comemos y cómo nos reproducimos, por un lado. Y, por el otro, somos un producto de las historias alrededor de las cuales nos agregamos y apiñamos. Esas historias pueden ser cuentos sencillos que nos dejan pegados, como una buena película de Ridley Scott (lo que hagan en la tierra hará eco en la eternidad, arengaba Maximus, ¡que escena, por favor!), un buen libro de Vargas Llosa o una buena ópera de Puccini, o cuentos más complejos y estables alrededor de los cuales construimos nuestros proyectos de vida, como son las leyes y las monedas a las que adherimos, los dioses a los que rezamos y las escuelas a las que enviamos a nuestros niños y niñas. Adherimos a la constitución de nuestros países no porque la biología o la física nos lo impongan, sino porque el cuento del Estado Nación nos hace sentido, la historia de que somos todos integrantes de un mismo ‘equipo’ que lo define el territorio que habitamos nos contiene, nos une a nuestros antepasados y familiares, nos estabiliza, nos otorga otra fuerza, nos abre otro horizonte de construcción colectiva, nos esperanza. La historieta de ese Estado, que nos impone y al que tributamos muchas veces con desgano, al final del día, nos da más de lo que nos quita, y por eso nos esperanza. Al menos, esa es la promesa que hace que el Estado merezca la oportunidad de mostrar su valor como historia que nos agrupa.
Había una vez… es la forma en la cual comenzamos a contar un cuento a nuestros hijos desde muy pequeños. Es la misma forma en cual los expertos en oratoria aconsejan comenzar una alocución frente a una audiencia, contando una historia. Había una vez, los representantes del pueblo de la Nación Argentina, reunidos en congreso general constituyente… así podría comenzar el preámbulo de nuestras Constitución, y a nadie llamaría la atención.
Las historias nos encantan, y por eso hemos desarrollado destreza para crearlas a la largo de los tiempos.
Son muchos partidos los que se juegan cuando contamos, a través de una historia. No se trata solo de emocionar y ocupar el tiempo, sino también de crear adhesión hacia determinados hábitos, hombres, mujeres y principios, y rechazo hacia otros. Queremos poder crear un cuento en donde nos obliguemos a ser libres, con todas las complejidades y zonas grises que esa definición supone, de la misma manera en que queremos ser del bando de Aquiles y del de Héctor al mismo tiempo, a pesar de que luchan enfrentados. Muchas veces, en lo intrincado de la trayectoria de un cuento está su valor más profundo, su enseñanza más original, su belleza más cautivante.
Si bien en las últimas décadas ha cobrado más notoriedad la práctica del storytelling, por su utilización en política en los 80’ y más tarde en el ámbito empresarial, lo cierto es que el hombre se vale de esa práctica narrativa de historias desde la época de las cavernas. En aquella época también el ser humano era una conjunción de biología y cultura, y los relatos tribales les permitían sobrevivir en una instancia del planeta aún carente de herramientas y dispositivos de protección contra el hambre, las enfermedades y la intemperie. Las historias debían obrar como poderosos nexos de conexión intergeneracionales, y por eso debían ser cuidadas, alimentadas, reproducidas, sofisticadas.
Si miramos desde esta perspectiva narrativa a nuestras actuales instituciones educativas, tal vez descubramos nuevos rasgos. Primero, que las instituciones educativas son convenciones creadas por cuentos poderosos, pues han sobrevivido mil años en algunos casos. La Universidad de Bologna, fundada en 1088, suele considerarse la primera casa de estudios superiores en otorgar títulos universitarios. De este cuento ya han pasado casi mil años, y la misma sigue en pie, en la mismas ciudad, más o menos dedicada a lo mismo. Segundo, que las instituciones educativas lograron adhesión a lo largo de diferentes entornos culturales, lo cual las hace versátiles y rígidas a la vez, rasgo extraño solo compartido con algunas religiones. Ni el dinero, ni la organización del poder político o empresarial, ni ningún otro acuerdo cultural que no sea alguna religión mantuvo la vigencia de las instituciones educativas a lo largo de los últimos 10 siglos, atravesando y subsistiendo a revoluciones artísticas, científicas, industriales, humanísticas y últimamente de minorías. Y, por último, que el cuento de las instituciones educativas ha logrado apropiarse del concepto del aprendizaje, tanto como la iglesia logró apropiarse de los días domingo. Con escuelas se puede aprender, sin escuelas no, se infiere. Es alfabeto el que va a la escuela, y analfabeto el que la abandona, sentenciamos. El título universitario es ‘habilitante’, porque para obtenerlo se aprendió antes. Son rasgos que el sistema se ganó por mérito propio, es cierto, pero eso no necesariamente le acredita inmortalidad. ¿O si?
De cara a un mundo de cultura digital, con información infinita, capacidad computacional sin precedentes, conectividad global casi gratuita y con la IA generativa emergiendo como una herramienta poderosa y disruptiva, todo hace suponer que las murallas de Troya de las instituciones educativas como las conocemos finalmente se derrumbarán. Tarde o temprano, caerán. Las murallas de las troyas y las cubiertas de los titanics son, en sentido estricto, invenciones del ser humano que la quitan o al menos le adormecen la capacidad de renovarse a través de nuevas historias, de nuevos acuerdos y convenciones mejoradas, quedando encerrado en la soberbia de sus descubrimientos transitorios. Casi todos los acuerdos y cuentos de los que nos abrazamos en cualquier época han sido transitorios, al menos eso indica la historia del homo sapiens de los últimos 70 mil años.
Sin embargo, eso no implica que pasar de un cuento (conocido, aunque algo descolorido y con algo de olor a naftalina) a una nueva narrativa (por descubrir, diseñar y acordar) sea un proceso natural, gradual, ordenado, sin tensiones. Diría, todo lo contrario. Desarmar un cuento o una narrativa institucional de larga tradición es tan o más complicado aún que darle vida a una nueva. Y ese parece ser el desafío al que está sometido el cuento del sistema educativo en esta época, debiendo emerger por encima de los gritos de los fanáticos, de los argumentos certeros de los templarios, de los golpes bajos de los nostálgicos y de la escasa concurrencia de los perezosos de cada época.
Había una vez… un sistema educativo que ya no cumplía su promesa. Debemos darle vida a una nueva historia. Había una vez… aulas en donde los alumnos se dormían y los docentes no lograban generar entusiasmo con sus métodos y prácticas. Debemos volver la mirada hacia la época de las cavernas para reconocernos como cuentistas expertos. Había una vez… un cuento aburrido que ya nadie se interesaba por ver ni escuchar. Somos mejores cuentistas que templarios de un enjambre de leyes, convenciones, prácticas y legados que ya no ayudan a desplegar alas a los aprendices.
Había una vez… una escuela, mi escuela, que, cansada de aburrir, decidió cambiar, y se abrazó a su época, soltando sin temor, poniendo proa hacia un mundo de contornos borrosos en modo reseteo. Este cuento sí que me entusiasma.