Por Juan María Segura
Lloré, sufrí, festejé, me emocioné tanto. Lionel Messi atraviesa todas las fibras de mi cuerpo. Como talento inusual de un deporte que disfruto, como capitán dentro y fuera de la cancha, como líder que nos costó comprender, como animal competitivo, como padre cariñoso, como argentino incondicional, como chico de barrio que se resiste a dejar de serlo, a pesar de vivir en Paris y de viajar en su jet privado. Escribo y se me humedecen los ojos. Veo alegría desbordante y disfruto el algarabío de un pueblo entero, de una sociedad futbolera exquisita y sufriente, que grita y exige, y que sabe agradecer, que tiene el paladar lo suficientemente refinado como para dimensionar lo logrado.
Lo que estamos viviendo, así de épico, masivo e histórico, merece ser saboreado. Estamos de fiesta, y está bien que suena la música bien arriba. Nuestros corazones resistieron tanta espera, tanta frustración, tanto nerviosismo, y finalmente desean estar allí y latir, solo eso. Sobrevivimos para poder vivir una fiesta de nuestros corazones latiendo felices, en la calle, en la plaza, en todos los hogares, en cada bar. Ya llegará el momento en el que baje la espuma, y allí deberemos meterle un poco de cabeza a todo este delirio que no deseamos que termine. Porque, más allá de esta fiesta y de tanto júbilo, cuando pare la música deberemos quedarnos con algo más que el festejo y la copa.
Cuando baje la espuma debemos entender que nos alzamos con el máximo trofeo en el torneo más soñado que se pueda pedir. Por lo que significa una copa del mundo del deporte más masivo del planeta, por cómo llegamos (invictos y creídos), por cómo se sucedieron los resultados, por la forma en la que se jugó, por la unidad del grupo, por cómo se fusionaron los experimentados con los debutantes, porque no hubo lesionados ni expulsados, por los golazos que reviviremos una y otra vez, por esas atajadas que se grabaron en nuestras retinas, por los rivales que debimos doblegar (campeón y subcampeón del torneo anterior), por darle vida a la final más electrizante de todos los tiempos. Una locura, una hermosura, una secuencia de la que hablaremos una y otra vez, y de la que nunca nos cansaremos de recordar. La tercer estrella, si, pero probablemente la más grande de todas. Por eso las calles y plazas explotadas con millones de compatriotas.
Cuando baje la espuma también debemos entender que nuestro cuerpo técnico, con el otro Lionel a la cabeza, rompió todos los libros de texto. Criticado, incomprendido, chicaneado, luego de nacer rengo y solo para tapar un agujero durante un par de partidos, Scaloni y su staff crearon en tiempo récord una nueva academia de fútbol. ¡Cuánto se escribirá sobre ellos! En tiempos de sistemas, datos y rigideces del tipo, él decidió jugar sus propias cartas. Tan analítico y obsesivo como dinámico y pragmático, cambió todo lo que creyó que merecía ser cambiado, tanta veces como lo creyó conveniente. Lanzado a vivir la experiencia de dirigir un equipo (por primera vez) y de competir en un mundial (por primera vez), y apoyado en todo momento en las opiniones de sus colaboradores, iteró una y otra vez, utilizando cada resquicio de tiempo para probar más variantes, más opciones. Un líder moderno y notable, un aprendiz sagaz disfrutando el proceso, un comunicador prudente y efectivo, que tomó nota rápidamente de los errores del partido con Arabia, y que desde allí condujo a un equipo ganador, poniéndose a un costado del escenario. Ni un conflicto, ni un exabrupto, ni un reclamo. Simple y sabio. ¡Enorme!
Cuando baje la espuma tampoco podremos dejar de entender y aceptar que lo que logró este equipo fue a base de trabajo. Si, trabajo, mucho trabajo. Trabajo cuando las cosas salían bien, y también cuando salían mal. Trabajo cuando se alcanzaban los resultados, y también cuando las resultados eran esquivos. Trabajo cuando recibían elogios, y trabajo cuando eran tapados con críticas. Trabajo cuando les renovaban los contratos en los clubes, y también cuando quedaban libres. Trabajo cuando eran titulares, y también cuando eran suplementes. Podrá incomodar a muchos que ganen tanto dinero solo por pegarle patadas a una pelota, pero eso es otro tema. Lo que es innegable, incuestionable, es que son unos laburantes, que creen en el trabajo, que se esfuerzan por trabajar mas y mejor cada día. Que si se caen, se vuelven a poner de pie para laburar. Están abrazados a la idea de trabajar todos los días, y saben que sus rivales de turno piensan y actúan igual. La alta competencia deportiva de cualquier disciplina, en cualquier lugar del mundo, ama el trabajo, adora la rutina, valora la exigencia sostenida, pues reconoce que es formativa, que cincela el carácter, talla la condición profesional y crea oportunidades. Trabajar los hace libres y, eventualmente, campeones del mundo. ¿Acaso llegamos a verlo, a comprenderlo?
Cuando se apague la música, la vida retome su color sepia y volvamos a nuestras vidas anteriores a este viaje mágico iniciado el domingo 22 de noviembre en el desierto, estamos obligados a conectar esto que vimos y vivimos, con el país que deseamos. Si somos capaces de enfriarnos un poco y de ponerle cabeza a este asunto, estoy seguro de que concluiremos que juntos somos mejores, que trabajando a la larga logramos más cosas, que no está mal tropezar ni caer, sino no volver a intentarlo una y otra vez. Que los procesos tienen tanto o mas valor que los resultados finales (algunas veces injustos, siempre efímeros), que para liderar no es necesario sobreactuar, ni mandonear, ni agredir, que no tiene nada de malo someterse a reglas de juego comunes para todos, que la familia es lo más importante y llorar está buenísimo, que los niños y las niñas esperan de nosotros que seamos sus campeones de cada batalla cotidiana.
Cerramos un 2022 recontra arriba, pero para inaugurar un 2023 en donde notaremos que llevamos 40 años de democracia ininterrumpida con enormes deudas pendientes. Que maravillosa oportunidad nos da este campeonato, el logro ejemplar de este grupo tan unido, de este equipo tan ganador, para que lo utilicemos como plataforma de debate de nuestros próximos 40 años de democracia.
Cuando baje la espuma, mi anhelo es que nos propongamos renacer como Nación. Quiero otros campeonatos, me engolosiné, ¿y si nos envalentonamos todos?
¡Gracias, campeones, por cachetearnos, por despertarnos, por hacernos vivir esto! Gracias por una estrella tan grande, por un regalo tan necesario. Y gracias por ayudarnos a visualizar por dónde va la cosa. ¡Vamos!