JUAN MARÍA SEGURA

El señor del silbato

Por Juan María Segura


El hombre levantó la mano derecha mostrando la palma de su mano e indicó con un gesto firme y un potente silbato que se detenga. El vehículo obedeció, aunque con desgano, ya que las manos de su conductor gesticulaban con disgusto y energía. Solo así, la fila de autos que esperaba impaciente a un costado finalmente pudo comenzar a moverse. Pasados 2, 3, … 10 vehículos, los bocinazos de la ahora fila detenida comenzaron a reclamar su turno. El hombre repitió su ritual, impávido ante las gesticulaciones y miradas nada felices de la ahora fila detenida. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, y así sucesivamente, hasta que finalmente la congestión cedió, como ocurre habitualmente. Y todo volvió a la normalidad.

Podría parecer que estamos describiendo la rutina de un oficial de tránsito en un cruce de avenidas con los semáforos fuera de servicio un mediodía de la semana. El hombre muestra oficio, tenacidad, capacidad de comando, ecuanimidad distributiva (izquierda, derecha…), paciencia y hasta algo de estoicismo, soportando con firmezas todas las miradas reclamantes. Sin embargo, el señor del silbato no es un oficial de tránsito sino el portero del colegio, que cada tarde debe lidiar con el embotellamiento vehicular de las 4x4 de las mamis que pechan por llegar antes a recoger a sus benjamines. Un portero amable y cálido durante el día, que saluda con familiaridad a todos, repentinamente vestido de hombre de choque, con el ceño fruncido y cara de pocos amigos, descargando sus pulmones en un silbato más militar que escolar.

La escena está tan naturalizada, que a nadie llama la atención. Alumnos, docentes, familias, proveedores, conductores, todos reconocen y aceptan las dos caras del portero, y todos se acomodan en consecuencia. Vale saludarlo y conversarle con amabilidad durante la mañana, tanto como vale reclamarle con grosería y tratar de torcerle el brazo durante el embotellamiento de cada tarde.

Encuentro que el asunto del portero es un detalle que se inscribe dentro de un listado largo de detalles usualmente desatendidos o mal abordados por las instituciones educativas. Algunas veces con argumentos algo precarios (‘…hace falta rigor en la entrada, sino todo es un lío…’), otras veces sin siquiera intentar una justificación (‘…pobre, hace lo que puede, es que la congestión de la salida no tiene arreglo...’), pero siempre mostrando un denominador común: la convicción de que el tema no es tan importante para el colegio. ¿En serio no es importante? Veamos.

La caldera de una institución educativa es su aula, al menos en el modelo tradicional y clásico del sistema. Docentes y alumnos, encerrados en su ringside físico, dan vida a la magia (cuando ocurre) del aprendizaje, ese aprendizaje que genera auto discernimiento desde donde cada alumno alza vuelo. En eso parece haber bastante consenso, más allá de cómo lo practiquen unos u otros. ‘El aula es lo que nos distingue’, ‘tenemos los mejores docentes’, ‘nuestros alumnos ganan tal o cual competencia internacional gracias al taller x’, son todas frases derivadas de la misma creencia y convicción. Es el aula lo que importa, y al aula nos debemos. Importa menos lo que pasa afuera del aula, y literalmente nada lo que pasa a la salida con los autos de las mamis cuando el tiempo de aula de ese día ya acabó. Veamos otros ejemplos, para intentar clarificar.

En un hospital el objetivo parece estar claro, tan claro como en la escuela. Si en esta necesitamos que los alumnos aprendan y alcen vuelo, en el primero necesitamos que los pacientes se curen y regresen a sus casas (para continuar con sus vuelos). La caldera del hospital es el lugar de internación e intervención, el equivalente al aula. Allí, especialistas y pacientes se encuentran para que la magia de la sanación ocurra, aún en forma preventiva. Sin embargo, en un hospital hay cosas que ocurren dentro de la caldera que también deben ser vividas con convicción por todos fuera de ella, en todos los espacios, inclusive en aquellos más alejados. Por ejemplo, la higiene. ¿Acaso alguien tendría confianza en un hospital que maneja mal la higiene en los pasillos o en sus recepciones o, más aún, en sus recepcionistas y personal de ventanilla? Es obvia la necesidad de higiene en un quirófano o en el instrumental allí utilizado, pero también es exigible en toda la institución, es constitutiva del propósito del lugar, de la promesa que un hospital ofrece: curar. Lo mismo podría decirse del silencio. Es bastante obvio el silencio en las habitaciones de internación y en sus zonas cercanas, pero también es exigible el silencio en todos los otros lugares, inclusive en la cafetería, por respeto a todas las personas que llegan al hospital con la preocupación de la enfermedad, la angustia del diagnóstico indeseado o la incertidumbre del tratamiento y la recuperación. Por empatía, por solidaridad, aunque nadie lo reclame.

En un templo, un banco o una fábrica encontramos situaciones similares a las del hospital, claro, traídas a sus propósitos específicos. El templo, más allá de la celebración de su oficio, ofrece austeridad, elevación y perspectiva, un todo respetuoso para el propósito del cultivo de la espiritualidad. Un banco transmite confianza, seguridad y solvencia, muchas veces materializados desde la cualidad de sus columnas, puertas de hierro y vidrios anchos, además de la presencia de personal de seguridad y cámaras de vigilancia (un oficial armado no nos llama la atención en la puerta de un banco, pero nos asusta en la puerta de un country). Por su parte, cualquier fábrica se muestra comprometida con la seguridad más allá del lugar de trabajo a través de las señalizaciones, la iluminación y los protocolos de evacuación. Nadie naturalizaría jamás un templo bochinchero, un banco con puertas de ingreso frágiles o una fábrica sin veredas seguras por donde circular.

Volviendo a la escuela, debemos ahora pensar cómo se concilia el silbato que impone a disgusto (por diseño o por descuido) con la invitación que se hace a ese mismo alumno que circula por ese ingreso cada día al ejercicio paciente del disenso respetuoso. ¿Acaso son conciliables de alguna manera? ¿Acaso el cuidado del planeta como ejercicio de sensibilización dentro del aula es conciliable con la utilización descuidada y desmedida que se hace de hojas o de libros impresos, o con el inodoro que se pasas días perdiendo agua potable antes de ser reparado? ¿Acaso el timbre del recreo que formatea a cada cohorte de aprendices por igual es conciliable con la promesa de asistir a cada alumno en el descubrimiento de su propia identidad, tempo y sensibilidad?

La escuela debe revisar la consistencia de su promesa en todas sus dimensiones y detalles. Lo que acontece dentro del aula es importante, por supuesto, pero se desvanece en parte si fuera del aula otros detalles se mueven a su suerte. Y no me refiero a la consistencia de la comunicación y el marketing, sino justamente a aquellos detalles que el marketing no atiende, allí donde el aula no alcanza. Recuerdo años atrás, visitando escuelas en donde se llevaba a cabo un taller de alimentación saludable. Un programa muy bien pensado y diseñado, ejecutado con mucho esfuerzo y esmero, para que luego esos alumnos compren palitos salados en el kiosco en el recreo. ‘¿Entonces, en qué quedamos?’, pensarían todos con razón.

El compromiso de la consistencia es un gran desafío de storytelling de las instituciones educativas. Todo lo que acontece dentro de una escuela, no solo dentro del aula, alimenta una historia. Esa historia se ve, se siente en cada detalle, y se vive en concordancia. Si aparece un silbato que pretende imponer de una forma pseudo arbitraria, entonces habrá que presionar para doblegar algo de esa voluntad. Si aparece un timbre que me trata por igual que al resto, entonces atiendo más al resto y al rendimiento del conjunto que a mi propio proceso exploratorio. Si veo alguna botella de plástico tirada, entonces que no me sermoneen con el cuidado del planeta. Si veo un alfajor en el kiosco, entonces que tampoco me hablen de la buena alimentación. Consistencia, una materia fundamental del storytelling en la que la mayoría de los colegios reprobaría actualmente.

¿Qué haría con el asunto de la congestión de autos a la salida de la escuela? Sencillo, la haría organizar por grupos rotativos de alumnos de último año, la convertiría en un trabajo práctico real, de la vida real, de la propia comunidad. Si es inevitable que los autos lleguen en forma simultánea en el mismo horario, entonces convertiría a esa problemática en una suerte de acertijo para los propios alumnos, animándolos a que diseñen formas alternativas (y creativas) de resolución. No estoy seguro de que logren resolver el acertijo de ese problema. A veces, solo nos queda diseñar formas amables o menos caóticas de convivir con algunos problemas que no tiene solución. De lo que si estoy seguro, es de que ningún grupo propondría convertir al amable portero en un antipático agente de seguridad. Nada más inconsistente, no hay cuento peor contado.