JUAN MARÍA SEGURA

Ese curioso que llevamos dentro

Por Juan María Segura


La cuarentena nos quitó muchas cosas, es cierto, pero también nos regaló toneladas de tiempo familiar. Un tiempo que, adecuadamente administrado, tal vez habilitó nuevos espacios de diálogo, tal vez creó nuevas rutinas, tal vez permitió profundizar lazos y vínculos familiares fundamentales que la vida moderna nos estaba arrebatando. Tal vez… Ese banco al lado de la parrilla, ese sillón del cuarto de estar en donde tomamos mate, aquel pedacito de balcón que no sabíamos que existía, la partida de cartas de cada noche, el rincón de la galería en donde estiramos las piernas al final de cada jornada. Si pudimos hacerlo, si supimos hacerlo, entonces habremos logrado habilitar espacios nuevos de conversaciones con significado.

En uno de esos lugares y momentos, días pasados, mi hijo de 16 años se despachó con ‘El colegio ya fue por este año’, mientras acariciaba su nueva mascota. Al ciclo escolar aún le falta un trimestre completo, así que debería estar en plena etapa de despliegue y progreso. Sin embargo, la sensación de mi hijo, y seguramente la de miles de niños y jóvenes de toda la región, es que este experimento de escolaridad distante forzada está siendo poco útil, poco atractivo, poco convocante. ¿Por qué alguien querría abandonar una serie a mitad de temporada, si no es porque el guion ya no vale la pena? Mientras la primavera comienza a mostrar sus primeros aromas y sabores, y mi hijo gradualmente retoma contacto con sus amigos, la sensación que lo invade es que ya puede cerrar la carpeta, y que mucho no se perderá.

Considero a mi hijo un gran aprendiz, un curioso que camina a su propio ritmo y con su propio GPS, que disfruta explorar, que se anima a probar (se rasuró la cabeza ni bien comenzó la cuarentena), aunque no comparta mucho con otros lo aprendido, aunque no externalice tanto como sus padres quisiéramos. Es un autodidacta que ya deambuló por el dibujo, la guitarra, el boxeo, el rugby, la pintura, el fútbol, el rap, y sigue. Es lo que yo defino como un experto en el aprendizaje automotivado, un curioso de pólvora seca, siempre atento hacia nuevos territorios de significado, siempre reflexivo, aunque otros vean en él una mirada impávida, característica de su generación.

El desencuentro de mi hijo con este momento escolar seguramente tiene que ver con la imposibilidad de la escuela de diseñar con suficiente tiempo un formato de educación a distancia atractivo, pero también está relacionado con la enorme desatención que el diseño presencial actual está realizando de las evidencias más actualizadas de la ciencia del cerebro.

Stanislas Dehaene, presidente del Consejo Científico de Educación Nacional de Francia y reconocido investigador neurocientífico, en su obra ¿Cómo aprendemos?, publicada en 2019, ofrece una teoría del aprendizaje actualizada y sencilla de comprender. Reuniendo aportes de las neurociencias, la psicología cognitiva, la informática y la pedagogía, Dehaene organiza su teoría alrededor de cuatro elementos: la atención, el compromiso activo, el buen feedback y la consolidación. Si bien los llama pilares del aprendizaje, yo los renombraría capas del aprendizaje, pues poseen una dependencia que en parte se debe a la secuencia en que se presenta cada uno. No hay consolidación sin buen feedback previo, ni este sin aprendizaje activo, el cual a su vez está condicionado por el grado de atención que se presta a aquello que se desea aprender. Así, la investigación es concluyente respecto de la chispa que enciende todo el proceso, que es la atención.

El psicólogo estadounidense Michael Posner desglosa el tan trascendental mecanismo de atención en las siguientes fases: 1. la alerta, que indica cuándo prestar atención, adaptando nuestro nivel de vigilancia, 2. la orientación, que señala a qué prestar atención, amplificando cada objetivo de interés, y 3. el control ejecutivo, que decide cómo procesar la información de lo que atendemos. Por eso Dehaene declara con convicción que enseñar es prestar atención a la atención del otro, del aprendiz, del sujeto de enseñanza. Enseñar es hacer que mi hijo sostenga el interés en aquello que la escuela tiene para ofrecer, tanto en la presencialidad como en esta situación de emergencia. Cuando esa desatención a la atención de mi hijo se naturaliza, mi hijo da por concluido prematuramente su ciclo escolar, aun cuando asista a los meets, aun cuando entregue a tiempo los trabajos, aun cuando reciba evaluaciones positivas.

La atención, adecuadamente orientada y enfocada, prepara el terreno para el compromiso activo. Dentro del compromiso activo, la curiosidad cumple un rol gravitante. Somos curiosos de nacimiento, está en nuevas bases neuronales, y forma parte de nuestro algoritmo de aprendizaje. El ginebrino Rousseau sostenía, equivocadamente, que solo somos curiosos en la medida en que somos instruidos. La curiosidad no aparece con la instrucción, y mucho menos con la escolaridad, sino que es un mecanismo intuitivo que traemos en nuestros genes, que nos garantiza un nivel mínimo de capacidad de supervivencia. Nos interesamos por nuestro entorno, en parte, para sobrevivir y proveernos las necesidades básicas. Luego, para comprender y resolver problemas de mayor complejidad y jerarquía. Finalmente, para desplegar nuestro proyecto de vida. La escuela no da origen a la curiosidad, pero sin dudas la alcanza y puede afectar, para bien o para mal. Si la educación es la transformación de nuestra conciencia, la curiosidad es ese ingrediente central que mantiene nuestro puchero de significados en constante movimiento. Transformar la conciencia de nosotros mismos, y también la conciencia de nuestro vínculo con nuestro entorno, tiempo y espacio, es una exploración que no tiene fin. Por eso necesitamos de la curiosidad, no para saber, sino para ser, para existir en plenitud.

Volviendo a la conversación con mi hijo en el rincón de la galería, su argumento detrás de que ‘El colegio ya fue por este año’ giraba más en torno al desinterés que el proceso le genera, que a un acto de rebeldía. Él es responsable y dócil, así que sus intenciones parecen genuinas, sus argumentos suenan consistentes, y su desinterés totalmente comprensible. No desea ser ‘aplicado’ al costo de dejar de lado la curiosidad. Sabe que el compromiso activo lo lleva a lugares maravillosos, y siempre posee una buena dosis de curiosidad, a su ritmo, para entregar en propuestas atractivas, en campos desafiantes, en dominios precisos. Sin embargo, le cuesta hacer por hacer, que es lo que la escuela le está reclamando en estos meses. Es un centennial, con todas las letras, celoso guardián de su curiosidad, hábil administrador de su tiempo, que responde como libro de texto a las fases de atención descriptas por Posner. 

El regalo de la pandemia de estas conversaciones con mi hijo me deja pensando en términos generales en la administración que los adultos hacemos de nuestra propia curiosidad. ¿Qué hacemos nosotros con ese curioso que llevamos dentro? ¿Cómo administramos semejante regalo de nuestra propia biología? El compromiso activo que la curiosidad motoriza, ¿a quién o a qué lo estamos entregando? Es una pregunta que nos debe hacer reflexionar sobre nuestras vidas, y también sobre el diseño de sistema educativo que necesitamos para nuestros hijos. La escuela puede ser un lugar fértil para que la curiosidad sea alentada, liberada, explotada, de la misma manera que el hogar puede ser un espacio de encuentro confiable para que nuestros hijos tengan la libertad de expresarnos sus desencantos. ¿Acaso no nos da curiosidad profundizar aun mas de lo que piensan nuestros hijos sobre esta época, sobre esta escuela, sobre esta idea de ser por sobre el saber? A mi sí me da mucha curiosidad, por eso estiro cada noche mis piernas en el mismo rincón de la galería, esperando que mis hijos se acerquen solos a conversar.