JUAN MARÍA SEGURA

Harari, drones y educación

Por Juan María Segura


‘Si conseguimos combinar una red de seguridad económica universal con comunidades fuertes y la búsqueda de una vida plena, perder nuestros puestos de trabajo frente a los algoritmos podría ser en verdad una bendición’, sentencia Harari. Pero continúa, ‘Sin embargo, perder el control de nuestra existencia es una situación hipotética mucho más temible. A pesar del peligro del desempleo masivo, aquello que debería preocuparnos mucho más es el paso de la autoridad de los humanos a la de los algoritmos, lo que podría acabar con la poca fe que queda en el relato liberal y abrir el camino a la aparición de dictaduras digitales’.

La obra 21 lecciones para el siglo XXI, del reconocido historiador israelí, plantea con equilibrio el verdadero dilema del futuro del trabajo. Si el ser humano será capaz de sostener una función, actividad, retribución económica, y sentimiento de dignidad y satisfacción en un mundo en donde una red integrada de ordenadores y algoritmos con capacidad de actualización instantánea estará en condiciones de reemplazar nuestra tarea cognitiva y motriz sin miramientos y de una forma mucho más eficaz. La preocupación del autor no es tanto si el ser humano quedará masivamente desempleado, sino si un día amanecerá masivamente vacío de sentido de existencia. No le preocupa que se nos libere tiempo, sino que se nos apague el motor. 

En el apartado sobre trabajo, el autor toma distancia de las proyecciones tremendistas que auguran un mundo sin trabajo, indicando, solo a modo de ejemplo, la crisis de falta de personal que una organización de los Estados Unidos debía enfrentar para operar todos sus vehículos autocomandados. Es que operar un dron a distancia puede demandar hasta treinta personas, y procesar, analizar e interpretar la información relevada otras ochenta. Si, leyó bien, treinta más ochenta personas por un solo dron. Ahora, imagine al mundo entero reemplazando su tediosa, costosa y peligrosa red de distribución actual de mercadería por un sistema de drones, y aceptará que se necesitará mucha, mucha gente. Y no imagine las extravagancias de Amazon (que, en el tiempo, terminan casi siempre siendo más reales que extravagantes…), sino cómo le llegará a usted la pizza a su casa. Ese dron, que reemplazará la peligrosidad e inconveniencia del trabajo de un joven sobrecargado y mal pago recorriendo a toda velocidad calles mal señalizadas en una motocicleta sin luces hasta altas horas de la madrugada, deberá ser fiable, deberá poder comunicar una posición geoespacial y un recorrido, deberá transmitir la temperatura del recipiente que aloja la mercadería, deberá ser comandado a distancia de ida y de vuelta, deberá estar mantenido.

Trabajo no va a faltar, eso es seguro. La pregunta del millón es cómo hacer que un obrero textil, el cajero de un supermercado o un vendedor de autos recién desempleados sean reconvertidos en operadores de drones o analistas de datos. Y, si ellos no lo logran, que al menos sus hijos sí lo hagan. ¡Ese es el intríngulis! Quién hará qué es la cuestión, no si habrá qués para hacer, ¿se entiende? El mundo será una acertijo complejo y fascinante de millones de qués novedosos. ¿Cómo los abordamos? ¿Cómo los usamos en favor de la raza humana, a escala planetaria?

Harari, como tantos otros pensadores, trae la educación al centro de la escena. ‘¿Cómo prepararnos y preparar a nuestros hijos para un mundo de transformaciones sin precedentes y de incertidumbres radicales? Un recién nacido ahora tendrá treinta y tantos años en 2050. Si todo va bien, ese bebé todavía estará vivo hacia 2100, e incluso podría ser un ciudadano activo en el siglo XXII. ¿Qué hemos de enseñarle a ese niño o esa niña que le ayude a sobrevivir y a prosperar en el mundo de 2050 o del siglo XXII? ¿Qué tipo de habilidades necesitará para conseguir trabajo, comprender lo que ocurre a su alrededor y orientarse en el laberinto de la vida?’. Y sentencia que ‘muchas de las cosas que los chicos aprendan hoy, serán irrelevantes para 2050’.

Con sistemas educativos que mayoritariamente siguen organizados pedagógicamente alrededor del aprendizajes memorísticos de contenidos disciplinares, el autor afirma que ‘lo último que un profesor tiene que proporcionar a sus alumnos es más información. Ya tienen demasiada. En cambio, la gente necesita la capacidad de dar sentido a la información, de señalar la diferencia entre lo que es y no es importante y, por encima de todo, de combinar muchos bits de información en una imagen general del mundo’. Para ello, continúa, ‘lo más importante de todo será la capacidad de habérselas con el cambio, de aprender nuevas cosas y de mantener el equilibrio mental en situaciones con las que no estemos familiarizados. Para estar a la altura del mundo de 2050, necesitaremos no solo inventar nuevas ideas y productos: sobre todo necesitaremos reinventarnos una y otra vez’.

Aun cuándo comencemos el análisis del futuro del trabajo hablando de la sofisticación de drones, robots y redes de ordenadores que aprenden solas, finalizamos exigiendo al sistema educativo algo muy sencillo: que se mantenga leal a la idea del aprendizaje. Que aprender sea una condición y disposición del ser humano, y que como tal sea refinada, entrenada y fortalecida desde la experiencia escolar hacia el futuro, y no que sea solo una obligación de un momento particular de la vida, organizada instrumentalmente alrededor de algunos contenidos, arbitrariamente seleccionados por otros que no nos conocen.

Así como la obra de Harari nos fuerza a dialogar con la esencia de nuestra raza, con todas sus complejidades e inconsistencias, la dinámica de transformación actual del mundo fuerza al sistema educativo a reencontrarse con uno de sus mandatos fundantes, tal vez el más descuidado, que es el compromiso con el aprendizaje. Pero no aquel que nos haga empleables en tal o cual industria, el que nos lleve de las fábricas a los drones, sino el que nos haga entusiastas con la idea de comprender. ‘La ausencia relativa en las escuelas de una preocupación por la comprensión profunda es un reflejo del hecho de que, para la mayoría de ellas, la meta de suscitar este tipo de comprensión no ha constituido una primera prioridad’, sentenció Gardner hace algunos años. Debemos recuperar ese mandato, y volverlo una meta concreta. Solo así lograremos que las ideas de la adaptabilidad y de la estabilidad emocional sean signos vitales de una raza humana que encuentra entusiasmo en esta nueva fase creativa de la humanidad.