JUAN MARÍA SEGURA

La escuela imperfecta,… ¿innecesaria?

Por Juan María Segura


Los seres humanos destacan por su habilidad e inteligencia para adaptarse y adaptar el medio ambiente que los rodea. Proveerse abrigo, alimento y cuidado, preservarse de riesgos y amenazas, y lograr un equilibrio entre la certeza del presente y la incertidumbre del próximo minuto, forma parte de su rutina y cultura, dándole ventajas por sobre otras especies. La ciencia, las convenciones culturales, el lenguaje, las prácticas históricas recurrentes y la transmisión de información de generación en generación, tanto física (una casa lega información de una generación a otra, y lo mismo hace un cuadro), como escrita (un libro, una ley), oral (un cuento, una melodía) o genética (ADN), permiten que el ser humano, en trayectorias que nunca son rectilíneas y que siempre están plagadas de errores y tropiezos, vaya ganando terreno sobre su entorno. 

En dicha trayectoria, la capacidad para interpretar el entorno se convierte en una habilidad clave. Capturar y procesar información, orienta, protege, da ventajas. Todas las vivencias, buenas y malas, como así también las cosas que solo se ven o escuchan pero no necesariamente se viven en carne propia, van enriqueciendo la capacidad interpretativa del ser humano y su destreza para acomodar su entorno a su conveniencia. Por ello, es posible afirmar que el ser humano es una sofisticada entidad biológica que, a lo largo de su vida, mejora constantemente su capacidad para procesar la información circundante capturada por sus cinco sentidos (vista, oído, gusto, olfato y tacto), enviándola al cerebro para su interpretación, etiquetado y almacenamiento. 

Entiéndase bien que los sentidos, desde el punto de vista científico, no realizan lo que proponen. La vista no ve, el tacto no toca, el olfato no huele. Ellos son solo lugares o “artefactos” de captura de información, que posteriormente es leída, tocada u olida por el cerebro a través de un mecanismo de integración e interpretación junto con otras imágenes, superficies y olores previamente procesados y almacenados. Esta aclaración tiene implicancias prácticas profundas para el sistema educativo, siendo que lo que aparece homogéneo para los ojos de los profesionales de la educación (un manual, un ejercicio, una consigna de trabajo, un examen), potencialmente posee tantas interpretaciones o caminos de resolución como aprendices haya expuestos a ellos, dejando almacenadas vivencias de las formas más variadas y complejas. Por supuesto que las ciencias exactas plantean problemas que poseen soluciones precisas, así que no hay mucha libertad interpretativa posible en problemas de este tipo. Sin embargo, los caminos de razonamiento y pensamiento que conducen a la resolución de ecuaciones con resultados únicos sí son múltiples, lo cual ha permitido generar corrientes de investigación sobre los estilos de pensamiento (thinking styles) y de razonamiento (reasoning styles).

La escuela que conocemos conforma un eslabón dentro de este trayecto histórico del hombre, integrándose al conjunto de instrumentos y convenciones del que este se vale para aumentar sus posibilidades de supervivencia y progreso, y así mejorar por sobre las generaciones anteriores. Como creación artificial del ser humano, la escuela se ha especializado en apartar del ambiente y del contexto algunas partes de ese entorno, aislándolas y volviéndolas, supuestamente, más inteligibles. De esta manera, el aula, espacio neurálgico de la escuela, se constituye en un espacio simulado de eventos y ocurrencias, nutrido en forma organizada (disciplinas) y regulada (ordenamiento etario de los alumnos) por información arbitrariamente seleccionada y recordada (currícula escolar), separada del contexto que completaba su significado.  

Fuera del aula y de la escuela, el entorno de ruidos, imágenes, colores, sabores y texturas se presenta en forma espontánea y, en algún punto, algo caótica e impredecible. Una lluvia, el cambio de humor de un ser cercano, un accidente, el trayecto del vuelo de una mariposa, la frenada del vehículo de adelante, la intensidad del viento, el llamado telefónico, el gol del rival, son cosas que simplemente ocurren en derredor. Por el contrario, dentro del aula, la neutralización de la espontaneidad y caos del entorno es la que, en teoría, habilita oportunidades de aprendizajes más completas.

Sin embargo, en este afán de organizar lo desorganizado para aumentar las posibilidades de aprendizaje, de intermediar entre el entorno real y el cerebro pensante, la información real es manipulada, recortada, interpretada, restringida, organizada y dosificada a lo largo de un trayecto educativo, para finalmente ser presentada como verdadera y fiel reflejo de ese entorno. El sistema educativo, por lo tanto, al intentar interpretar el entorno para dominarlo, se especializa en inventar un entorno ficticio dentro del aula, con similitudes con aquel real, pero con elementos, conceptos y teorías elaboradas alrededor de elementos vaciados de su significado holístico y contextual. Esta caracterización del sistema educativo encuentra en Gardner a uno de sus mayores críticos.

Cabe preguntarnos si este tipo de escuela es el que mejor preparará a niños y niñas en su trayecto hacia la vida adulta, el que más herramientas les proveerá para involucrarse de una manera responsable e interesada a ecosistemas interrelacionados de sucesos y actores. La etapa de la humanidad que estamos inaugurando obliga a devolverle sentido y carácter holístico al aula y a la escuela, y la mejor manera de comenzar a recorrer ese nuevo camino es a través de proyectos multidisciplinarios conectados con la realidad inmediata, en donde puedan participar alumnos de diferentes edades, escuelas y realidades culturales y socioeconómicas. Mientras la escuela no se ocupe del mundo, los alumnos seguirán dándole la espalda.