JUAN MARÍA SEGURA

La responsabilidad de educar

Por Juan María Segura


Que algunos alumnos de la ciudad de Buenos Aires estén jugando a ser grandes mediante la toma de los colegios, no debería preocuparnos tanto. En definitiva, son adolescentes y hacen lo que les sale, igual a como nosotros lo hicimos durante nuestra juventud. Sus declaraciones, argumentaciones y reclamos desde los medios desnudan una inmadurez y falta de sustancia propia de la edad, así que no vale la pena tomárselos tan en serio. Además, acordará conmigo que los aprendizajes de esas escuelas que ahora están bloqueadas son de calidad mediocre, así que el costo de oportunidad por no dictar clases en términos de calidad de aprendizajes tampoco es tan transcendental. Es una pena decirlo, pero los resultados del Operativo Aprender así lo confirmaron meses atrás.

Sin embargo, pienso que esta situación nos debería servir para discutir el rol y la responsabilidad que tenemos los adultos frente a la tarea de educar, yendo no solo más allá de este conflicto puntual, sino también más allá de la acción de escolarizar. 

Justamente este fue uno de los objetivos perseguidos durante la encuesta realizada en el III Congreso de Educación y Desarrollo Económico, en junio pasado. Frente a un público con una edad promedio de alrededor de 45 años, se consultó lo siguiente: ¿Cuánta responsabilidad cree usted que tiene …… en la educación y formación de niños y jóvenes?’. Para ello, se seleccionaron 5 actores o agentes educativos diferentes, claramente identificables: el Estado Nacional, las jurisdicciones educativas o provincias, las empresas, otros padres/adultos y uno mismo.

Los resultados agregados mostraron un resultado muy contundente: las respuestas positivas totalizaron 69% (alta: 33%; máxima: 36%), mientras que las respuestas negativas apenas alcanzaron el 13% (baja: 11%; ninguna: 2%), arrojando un resultado neto positivo de +56%. En comparación con los resultados del año anterior, relevado con la misma técnica y a un público adulto equivalente, este resultado muestra una mayor toma de conciencia sobre este tema, dado que en 2016 el neto positivo había alcanzado un valor de +43% (positivos: 61%; negativos: 17%), ello es 12% menor al verificado en esta nueva medición.

 Al realizar la apertura por tipo de actor, el resultado neto positivo se verifica en todos los casos, con una clara diferenciación entre las empresas por un lado (solo +5%), y el resto de los actores (con valores que oscilan entre +66% y +73%). En la comparativa con 2016, también se verifica un progreso en todos los casos, ya que las empresas mostraban un neto negativo de -7%, y el resto valores que oscilaban entre +52% y +62%.

Al comparar los resultados de la responsabilidad de otros padres con la responsabilidad de quien responde la encuesta, si bien el neto positivo es similar (+67% versus +73%) y la sumatoria de las respuestas positivas también (77% versus 78%, respectivamente), no ocurre lo mismo al contabilizar las respuestas de la máxima responsabilidad, en donde los otros padres arrojan un 48%, lejos del 29% registrado por quienes responden la encuesta. Este pequeño matiz, de cargar más la responsabilidad en ‘los otros’, también verificado el año anterior al comparar padres con uno mismo en la máxima responsabilidad (39% versus 22%, respectivamente), se vuelve a notar en esta nueva medición al comparar con la Nación (49%) y jurisdicciones educativas (42%).

Al realizar la apertura de los datos por tipo de actividad de quienes responden la encuesta, la sumatoria de respuestas positivas y negativas logra resultados homogéneos en todas las actividades, con netos positivos cercanos al valor promedio de +55%. Esto podría hacer suponer que las miradas desde todas las actividades son coincidentes respecto de este punto. Sin embargo, al comparar la mirada del docente con la del empresario, se verifica una diferencia significativa. Por un lado, los empresarios son un 9% más exigente que los docentes para con las empresas, provincias, nación y otros padres. Y, por otro lado, esa situación se revierte al considerarse a sí mismos como responsables de la educación de los niños y jóvenes, mientras que la mirada de los docentes alcanza su expresión más elevada de +84%, que aumenta aún más (+89%) si se toman en consideración solo las respuestas femeninas.

La buena señal emitida así por los docentes en cuanto a sentirse más responsables de la educación de los niños y adolescentes que el propio Estado o las jurisdicciones educativas debe ser contrastada con la mirada de los empresarios y emprendedores que sienten que, con la excepción de las empresas (las organizaciones en donde ellos trabajan), en todos los demás casos su responsabilidad es menor, inclusive frente a otros padres.

En cuanto a la apertura por franja etaria, se verifica que el nivel de respuestas más bajas se da en la de mayor edad (> 60 años), con +39% de valores netos positivos versus niveles superiores al +55% en las otras 4 franjas de edad. Si se extrae el efecto de la responsabilidad de las empresas (que es un valor que destacaba por bajo), igual el valor neto positivo de esta franja etaria continúa siendo el más bajo de todos, con +52%. Este valor integra 3 visiones, la del estado (+66%), otros padres (+66%) y la de quienes responden (+70%).

Esta idea de la responsabilidad de educar por encima de lo que hagan el Estado y los otros padres, tan claramente marcada en los más adultos (también se da en las franjas de 50 a 60 años, y más moderadamente en la de 40 a 49 años), es la reversión de un proceso que se inicia en la franja de < 30 años demandando más a los otros que a uno mismo.

¿Qué nos dicen, entonces, todos estos números en síntesis? Primero, que la función educativa de una sociedad no se agota en las acciones del Estado (Nación y provincias), sino que juegan y gravitan otros actores igual de relevantes: otros padres y uno mismo. Segundo, que la medición de este año asume una mayor toma de conciencia sobre esa tarea.

Volviendo, entonces, a los adolescentes tomando las escuelas de CABA, me pregunto dónde están los adultos en este conflicto. Lastima al sentido común y a la buena convivencia ciudadana y democrática que los padres de esos jóvenes y los adultos en favor de estas actitudes no asumen su rol y responsabilidad de educadores.

Los jóvenes revoltosos deberían abandonar su actitud como resultado de un diálogo tan amoroso como firme impulsado por sus padres y por otros adultos. Mientras ello no ocurra, seguiremos asistiendo a un espectáculo que, si bien no gravita sustancialmente en la calidad de los aprendizajes, definitivamente impacta en el clima de convivencia. Si los adultos se comportan como adolescentes, me pregunto, ¿por qué los jóvenes no pueden jugar a ser grandes por un rato?