JUAN MARÍA SEGURA

Mercantilizar la educación

Por Juan María Segura


No me diga que no le llama la atención el título. Mercantilizar la educación.  ¿Qué querrá decir?

Esta cuestión me vino a la mente días pasados mientras atendía a un interesante debate. Organizado por una prestigiosa universidad y ante el atento escrutinio de un calificado público, un economista y un educador de renombre se prestaron a un generoso diálogo interdisciplinario. O, al menos, eso intentaron. Con lenguajes, dialécticas y modos argumentativos bien propios de cada disciplina, comenzaron, en turno, a intentar interpelarse el uno al otro. En verdad, resultó más una interpelación de ambos hacia el estado de la educación, que un cruce equilibrado de miradas.

En un punto de la discusión, el economista trajo a consideración un pequeño experimento del que tenía referencia, en donde a los alumnos se les pagaba dinero a medida que iban progresando en sus estudios. Imagine la reacción del educador y del público. ¡Sacrilegio! ¿Cómo se les va a pagar a los niños por estudiar o por aprobar exámenes? Los niños deben estudiar porque eso es lo correcto, porque a través del estudio ellos se convertirán en mejores personas, en buenas personas, argumentaban todos casi en forma sinfónica. El economista, pícaro, preguntó si era diferente que se les pague a los padres para que sus hijos estudien. Eso está mejor, dijo el educador, ante la aprobación de los asistentes. Ah, dijo el economista, entonces no tenemos problemas de moral con los padres, pero sí con los hijos. ¿Cómo funciona eso?

El ping-pong conceptual me llevó a recordar una situación personal vinculada al tema en discusión, menos conceptual o abstracta y más práctica, pero que conecta muy bien con este debate.

En algún momento del año pasado, dos de mis hijos comenzaron a reclamarme que les comprara un0 de esos juegos electrónicos interactivos en los que los chicos pasan horas jugando. Antes de reaccionar con mi cabeza del SXX recordé que, en la actualidad, el mundo dedica 3.000 millones de horas por semana a jugar con videos y juegos en la computadora. El 97% de los niños y jóvenes juegan en sus computadoras y video juegos y, si bien originalmente todo ello ocurría desde un mismo lugar físico, en la actualidad el 55% de los jugadores lo hacen desde sus equipos móviles en cualquier lado.

Contrariamente a lo que yo suponía, los padres (mis pares) creen en un 68% de los casos que el juego provee estimulación mental y educación, en un 57% que los integrantes de la familia pasan más tiempo juntos gracias a los juegos en línea, y en un 54% que el juego ayuda a que sus hijos se conecten con sus amigos. Es que, como bien ellos suponen y dan testimonio, el 65% de los jugadores lo hacen en simultáneo con la presencia física de otras personas.

No tome esta información como definitoria y concluyente, sino en permanente evolución. Es una radiografía de un proceso que cambia y muta a cada momento, aunque una foto útil para analizar el pedido de mis hijos. Sin embargo, por el momento, la conclusión es algo obvia en algunos aspectos: el hombre disfruta jugando, ¡pero el niño disfruta más aún! Jugar en línea no aísla, ni genera seres ermitaños ni antisociales, sino todo lo contrario. La tecnología de la información y las comunicaciones facilita el juego, y la mente y sus mecanismos de atención, memoria, adaptación y estimulación se ven afectados de una forma especial por el juego. ¿Cómo no considerar su impacto en educación? Esta evidencia me hizo pensar que, no solo no había nada de malo en el pedido de mis hijos, sino que además podrían existir algunos beneficios de aprendizajes si finalmente concedía.

Sin embargo, antes de acceder, decidí “mercantilizar” el trato, condicionando el pedido a que, en el transcurso de un año, ellos leyesen en forma agregada más libros que yo. Al hacerlo tuve en cuenta que, de acuerdo a las pruebas internacionales PISA, Finlandia lidera el ranking mundial en lectocomprensión para los chicos de 15 años, en principio, por la cantidad de libros que los chicos leen fuera de la escuela. Mi intención al condicionar el pedido de esta manera, fue intentar “finlandizar” a mis hijos, más allá de los pocos estímulos emitidos por una cultura local que no favorece mucho el despliegue de esa capacidad. Acordados algunas criterios centrales (qué se considera un libro a los efectos de la “transacción”, cómo verificar que el libro fue efectivamente leído, qué tipo de temáticas, si alguna, debían ser excluidas del concurso), entonces comenzamos.

Al momento de escribir estas líneas, los 2 hijos incluidos en el concurso llevan leídos en forma conjunta más de 30 libros en lo que va del año. No sé si es mucho o poco, pero seguro es mucho más de lo habían leído el año anterior para esta misma época del año. Usted dirá que la cantidad no es importante, y estoy de acuerdo. Sin embargo, en estos meses y a medida que este nuevo caudal de libros, historias, personajes e ideas transitaba ambos cerebros, pude verificar que mis hijos fortalecieron su comprensión lectora, ampliaron su espectro de intereses y tomaron un poco el control e iniciativa con respecto a qué y cuándo leer.

Mientras sigo escuchando el diálogo del educador y el economista, que a esta altura ya lo siento desdibujado, me convenzo una y mil veces que muchas veces cuando en educación discutimos ideas, solemos invalidad ideas interesantes solamente porque no somos capaces de implementarlas bien. ¿Cuál creo que fue la clave en la mercantilización que propuse con mis hijos? El sistema de control. Valiéndome de un sistema a primera instancia sacrílego, y gracias a haber dedicado muchas horas a hacer que el sistema funcione, no solo logré que mis chicos lean mucho más que antes, sino que hice que se entusiasmen con la lectura.

Me pregunto si cuando uno instrumenta mal, sea por impericia, descuido o desinterés, uno está en algún momento calificado para invalidad un concepto en principio valioso.

Levanté la mano para compartir esto con los asistentes, pero por suerte no me dieron la palabra. Supongo que muchos se hubiesen sentido incómodos.